Ya sea que ores en el secreto, ya sea que celebres en la comunidad los misterios de la fe, el Espíritu del Señor, con la suave eficacia de su santa operación, te lleva de la mano al conocimiento del misterio de la salvación, anunciado por la ley y los profetas, y cumplido en la Palabra de Dios hecha carne.
Dios habla de Dios, y te revela lo que ha dispuesto para ti; dice: “Yo haré derivar hacia ella como un río la paz”.
Puedes preguntarte quién es ella, por dónde avanza ese río de paz, quiénes son los que se bañan en sus aguas.
Tu corazón guarda memoria de noches y días de paz. Cuando Jesús nació en Belén, los ángeles llenaron la noche de aquel nacimiento con un canto que anunciaba gloria en el cielo para Dios, y paz en la tierra para los hombres de buena voluntad. Cuando el justo Simeón tomó en brazos al niño Jesús, el alma del anciano se derramó en oración, en palabras que son transparencia de la paz que aquel niño traía consigo y le dejaba: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”.
La memoria de la fe te sugiere que la paz se llama Jesús, y que él es la cabecera de ese río que Dios, por la encarnación de su Hijo, hizo derivar hacia la humanidad entera.
Ahora el Espíritu del Señor te muestra por dónde corre el río de paz que viene de Dios. Lo has escuchado hoy: “El Señor designó otros setenta y dos, y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir él”. Y has oído también que Jesús les decía: “Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz”. Oyes este evangelio; recuerdas la promesa del Señor: “Yo haré derivar hacia ella como un río la paz”; y la reconoces cumplida en el evangelio que has escuchado: con el saludo de los discípulos, la paz de Dios llama a las puertas de cada lugar a donde Jesús quiere ir.
Hoy, Iglesia de Cristo, eres tú quien en la Eucaristía te encuentras con el Señor de la paz; eres tú quien, escuchando a Cristo, acoges la paz; eres tú quien, recibiendo el Cuerpo de Cristo, comulgas la paz; eres tú quien, enviada por Cristo, has de llevar a todos los pueblos y lugares la paz que de él has recibido. Tu nombre es «Río-de-paz».



El hermano Francisco de Asís había llegado al final de su proceso de conversión. El Señor lo había visitado en el monte Alverna, y en su cuerpo quedaron llagas evidencia de una crucifixión. Entonces, de su puño y letra, Francisco escribió un cántico al amor de caridad que lo había crucificado: “Tú eres el santo Señor Dios único, el que haces maravillas… tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero…”. Francisco, crucificado, ya puede decir con verdad: “Mi Dios, mi todo”.



Los discípulos se decían unos a otros: “Pero ¿quién es éste?” Y bueno será que nosotros nos lo preguntemos también, pues se trata de un misterio que la humildad de la fe ha de contemplar si quiere amar y agradecer.
Pensaba esta mañana por qué tengo que dar gracias a Dios por Santiago Agrelo. Es un problema ordenar las ideas cuando son varias, jerarquizar las razones cuando son muchas, o expresar el agradecimiento cuando forma parte de la intimidad de alguien que, sencillamente, es para ti un ejemplo en el creer, confiar y actuar. Hace más de cinco años que acompaña nuestra Revista Vida Religiosa, justo el tiempo que yo llevo en la dirección. Sus palabras siempre suaves, no han perdido el brillo y menos la fuerza de reivindicar, ofrecer, transmitir y exigir la verdad. Quizá ahí esté su vigor y la originalidad de este franciscano y obispo de Tánger.
