Aclamad, tocad, cantad

Queridos: La celebración eucarística de este domingo tercero del tiempo pascual se abre con tres imperativos de fiesta: Aclamad, tocad, cantad.

Si me pregunto quién es quien así nos incita, pienso que es la madre Iglesia, reunida en torno a Cristo resucitado, iluminada por la gloria que envuelve el cuerpo del Señor, admirada por la victoria de la Vida sobre la muerte, gozosa por la gracia de sus hijos, animada por la efusión del Espíritu que la purifica y la llena de gracia y la embellece con hermosura divina.

En verdad, es cada uno de nosotros quien dice a sus hermanos: Aclamad, tocad, cantad; pues uno por uno hemos sido iluminados por Cristo, hemos contemplado su victoria, todos habéis gozado con vuestro nuevo nacimiento y habéis experimentado la acción del Espíritu de Dios que ha hecho de vosotros una nueva creación, un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes al modo de Cristo Jesús.

Por eso, unos a otros nos decimos: Aclamad, tocad, cantad.

Ahora, Iglesia amada del Señor, Iglesia en familia, recógete, escucha y contempla a Aquel por quien aclamas y tocas y cantas.

Escucha su voz: “Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”. El Resucitado, el hombre primero de la nueva humanidad, Cristo Jesús, te habla de su Padre, de su Dios, y te dice: Lo tengo siempre presente, lo tengo siempre a mi lado, él es mi escudo protector, mi gloria, la fuerza de mi salvación, mi ciudadela y mi refugio; con él junto a mí, no vacilaré.

Escucha tu propia voz unida a la suya: “Por eso se me alegra el corazón y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”.

En Cristo Jesús has conocido al Dios de la vida; con Cristo Jesús te has acercado a la fuente de la alegría; por Cristo Jesús se te han llenado de gozo las entrañas, ya que, unida a él por la fe, sabes que tu Dios te ha mostrado el sendero de la vida, y que tu destino es la alegría perpetua a la derecha de tu Señor.

Son muchos los motivos que tienes ya para la aclamación y el canto; pero he de pedir que mantengas todavía el silencio, y recuerdes las palabras del Apóstol: “Ya sabéis con qué os rescataron: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha”.

No temas, Iglesia en familia, no apartes de tu memoria el recuerdo de lo que eras: esclava de un proceder inútil, esclava de la ley, esclava del pecado, esclava del miedo, esclava de la muerte.

No olvides nunca lo que eras, para que puedas gozar siempre de lo que eres: eras deudora por la culpa cometida, eres deudora por la gracia recibida; tenías una deuda de temor que te oprimía, tienes una deuda de amor que te hace libre.

No olvides lo que eras; y a Cristo, que te ha rescatado para que seas suya, que te ha redimido para que seas libre, que te ha salvado para que tengas la abundancia de su paz, págale tu deuda de amor: escucha con amor su palabra, recíbele con amor en tu vida; reconoce su mano tendida en el pobre y acúdele con amor; reconoce su cuerpo herido en los que sufren, y cúralo con tu amor; dale de comer, dale de beber, apaga su ansia eterna de amor y de ti. Y a mis hermanos y hermanas contemplativos les recuerdo que ellos, de modo muy especial, están llamados a pagar su deuda de amor, protegiendo a los pobres con el escudo de la oración, y envolviendo con un manto de gracia y de inocencia la vida de todos los miembros de Cristo.

Ahora también yo os digo: Aclamad, tocad, cantad, porque Cristo, nuestra vida, ha resucitado, y estáis resucitados con él. Feliz domingo.

Mira, alégrate, ama:

¡El Señor ha resucitado! No se aparte de él la mirada de la fe.

El Espíritu de Dios ha removido en la noche la piedra que cerraba la sepultura, la de Jesús y la nuestra, y sobre el mundo, sometido hasta aquella hora a la esclavitud de la muerte, amanece, con Cristo resucitado, la luz de la vida.

Mira a tu Señor, asómbrate de su luz, alégrate de su vida, ama al que tanto te amó, al que por ti se entregó, al que abrió delante de ti el camino de la esperanza.

Mira, alégrate, ama: “Éste es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al demonio en el llanto… Éste es el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia… Éste es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno… Él es la Pascua de nuestra salvación” (Melitón de Sardes).

Mira, alégrate, ama: Verás con cuánto amor te buscó, oveja perdida, el buen Pastor de quien te habías ausentado. Verás con cuánta humildad se puso a tus pies y te lavó el que te disponía para que tuvieses parte con él. Verás con qué mansedumbre se dejó sacrificar por ti este Cordero que quita el pecado del mundo, el que “marcó nuestras almas con su propio Espíritu, y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre” (Melitón de Sardes).

Mira, alégrate, ama, Iglesia cuerpo de Cristo, pues la misericordia del Señor ha llenado tu tierra, él te escogió como heredad suya, él se fijó en tu sufrimiento, en tu esclavitud, en tu llanto, y vino a ti, humilde, para salvarte.

Mira, alégrate, ama, Iglesia mártir de la fe, Iglesia perseguida, Iglesia humillada, Iglesia de los que tienen hambre, Iglesia de los arrancados por la injusticia a su tierra, a su familia, a su vida, Iglesia de los enfermos, de los abandonados, de los marginados, de los empobrecidos, de los olvidados, de los que mueren solos, mira, alégrate y ama, pues a ti, que estabas atada como Isaac sobre el altar de la muerte, tu Dios, en su Hijo muerto y resucitado, te ha abierto el sendero de la vida.

Mira, alégrate, ama. Une tu voz a la de Cristo en la hora de su resurrección, y que resuene en el cielo el eco de vuestro canto: “El Señor es mi Dios y salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación”.

Resuene en la tierra y en el cielo el Aleluya pascual, pues “hoy nuestro Salvador destruyó las puertas y las cerraduras del imperio de la muerte, destruyó la cárcel del abismo y arruinó el poder del enemigo”.

¡Cristo ha resucitado!

Feliz Pascua, Iglesia cuerpo de Cristo, confinada y resucitada.

Mística y testimonio: ver, oír, contar.

No me preguntéis qué es la mística, pues no sabría decirlo, aunque sospecho que tenga mucho que ver con la experiencia del misterio, con ‘los sentidos’ de la fe, con ese ‘ver’ y ‘oír’ al que hacen referencia los apóstoles cuando dan razón de la fuerza que les obliga al testimonio: “No podemos menos de contar lo que hemos visto y oído”.

De eso se trata: Ver, oír, contar. Son ésos los verbos de la experiencia pascual: “El ángel habló a las mujeres… Ha resucitado… Venid a ver el sitio donde yacía, e id aprisa a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis… Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro. Llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos”.

Oír, ver, temer, alegrarse, correr, anunciar: Mística y testimonio.

El misterio de gracia que las mujeres y los otros discípulos vivieron de manera asombrosa, sorprendente y oscura en el día de la resurrección de Cristo, ese mismo misterio vivimos nosotros en la memoria de los acontecimientos, en su representación ritual, en los sacramentos que Cristo nos dejó para la edificación de su cuerpo que es la Iglesia.

Considéralo, hermana mía, hermano mío, considera si puedes decir con verdad: “El Señor sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo”.

Creer es ver. Si has creído que Cristo ha resucitado, entonces has oído y has visto que “el Señor sacó a su pueblo”, has oído y has visto de dónde lo ha sacado, has oído y has visto a dónde lo ha llevado, has oído y has visto con qué poder lo hizo y con qué alegría los condujo. Si has creído que Cristo ha resucitado, entonces has oído y has visto que “el Seños te sacó con alegría, te condujo con gritos de júbilo”.

De dónde ha salido Jesús, de dónde la Iglesia, de dónde has salido tú: de la opresión, de la esclavitud, de la oscuridad, del llanto, del luto, del pecado, de la muerte.

A dónde nos ha llevado el Señor: a la ciudadanía del cielo, a la liberación, a la luz, a la alegría, a la fiesta, a la gracia, a la justicia, a la vida.

Con qué poder: con el poder de la debilidad, con el poder del amor, con el poder de la cruz.

Considera, Iglesia cuerpo de Cristo, que no hiciste tu éxodo «como Cristo», sino que lo hiciste «en Cristo»: y si no puedes ya verte separada de tu Señor en la salvación experimentada, no te separes de él en el reconocimiento, en la alegría, en el asombro, en la alabanza: “Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste… Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.

Creer es ver. Espabila el oído para que veas con claridad. Escucha la palabra el apóstol: “Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo”. Primero escuchas: crees. Luego te ves: revestido de Cristo. Oyes, ves, te asombras, alabas, corres y anuncias lo que has oído y has visto.

Ésta es, queridos, la verdad más honda de nuestra Pascua: Escuchamos a Cristo resucitado, creemos en él, creyendo comulgamos con él, resucitamos con él, damos gracias con él. Aquí creemos, aquí vemos, aquí somos enviados, de aquí saldremos para ir y anunciar a todos lo que hemos visto y oído.

Ésta es la lógica de la misión: Ir de la experiencia mística al testimonio de fe.

Oír, ver, temer, alegrarse, correr, anunciar: Mística y testimonio.

Cuando la vida es un pan que se da

Un pan que se parte y se reparte, eso fue Jesús, ésa fue la vida de Jesús.

No sería equivocado si le llamases “Pan de los pobres”: Pan de lisiados, ciegos, sordos, mudos; pan de leprosos y pecadores; pan de multitudes que andaban como ovejas que no tienen pastor

Jesús se hizo pan de todos haciéndose siervo de todos, el menor entre los pequeños, el último entre los últimos.

Éste es el misterio que hoy se te revela: “Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos”.

Son muchas las cosas que, oído este evangelio –lo puedes leer en casa, con tu familia-, tú puedes recordar, y todas te hablan de amor.

Recuerda las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dos al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él”; y tú, hoy, desde ese sagrado recinto de entrega que es tu casa, lo contemplas entregado a servir, a lavar, a purificar, a sanar, a salvar.

Recuerda las palabras del apóstol a los fieles de Filipos: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”; y la palabra del evangelio te lo revela despojado del manto y arrodillado a tus pies para servirte.

Pero tu pensamiento va hoy, de modo muy especial, “al misterio de la Pascua, que es Cristo”, a su vida entregada hasta la muerte, pues en ese misterio ves que Cristo se ha hecho siervo de pobres y oprimidos, de humillados y excluidos, de prostitutas y ladrones, de publicanos y pecadores.

Al recordar el misterio de Cristo, recuerdas que lo has visto hacerse impuro con los leprosos, reconoces en él al que ha venido para ser siervo de todos, lo ves despojado de su rango, de su gloria, de sus vestiduras, levantado en alto y, de ese modo, postrado a los pies de la humanidad entera, para lavar los pies de todos, limpiar el corazón de todos, romper las cadenas de todos, sanar las heridas de todos, amar la pobreza de todos, perdonar los pecados de todos.

Aunque no puedas participar hoy en la misa de la Cena del Señor, tú sabes que el amor de Cristo Jesús es real y haces memoria verdadera de ese amor.

Lee la palabra de la revelación: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Si lees con fe, ya sabes que la entrega de Jesús llegará hasta muerte.

Recuerda y asómbrate: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”. Si has escuchado con fe, sabrás que la sangre de Cristo une a tu Dios contigo en alianza eterna, y esa misma sangre te une a ti con tu Dios.

Recuerda y asómbrate: Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos. ¿No reconoces lo que estás viviendo? Estás viendo a Cristo a tus pies.

Hoy, Cristo Jesús viene a ti, a tu casa, a tu corazón, a tu vida, porque te ama.

Pero has de saber también –estoy seguro de que ya lo sabes- que si lo recibes, aceptas al mismo tiempo el mandato que él te da: “Que os améis mutuamente como yo os he amado”.

Si lo recibes, acoges el amor infinito de Dios, que se te ha manifestado en Cristo Jesús, y aceptas el mandato de amar como eres amado.

No dudes en acoger al que te ama. No temas al aceptar su divino mandato: Sólo el que ama puede ser libre. “Ama, y haz lo que quieres”.

Llega tu Rey, a lomos de borrico

Lo que Dios es para mí, supongo que es semejante a lo que manifestó ser para todos en Cristo Jesús; así que de eso nada diré.

Donde la cosa empieza a ser necesariamente personal es cuando damos nombre a lo que imaginamos ser para Jesús; o lo que es lo mismo, a lo que deseamos ser para Dios.

En mi inconsciencia de niño pensé que podía ayudar a Jesús a llevar la cruz.

En mis ensoñaciones adolescentes me vi como un cirio que se consume en el altar, junto al tabernáculo de la Eucaristía, señalando a todos la presencia del Señor.

La de una vela que ilumina me parecía una hermosa manera de vivir y de morir.

Y no cambiaba el sentido de esa vida si en el altar, en vez de un cirio encendido, lo que se consumía fuese una hermosa planta o su hermosa flor.

No sé de dónde me vino la idea, pero pensé que sería una locura divertida si llegaba a ser el peluche del niño Jesús.

Y cuando se me dio algo de cordura, hallé que era buen oficio para mí el de borrico para desplazamientos del Señor.

Y aquí me tienes desempeñando mi trabajo en este día de entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.

Hoy volverá a ser Escritura cumplida para ti lo que había dicho el profeta: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”.

El de hoy va a ser un domingo de ramos muy especial:

A la celebración acostumbrada le faltarán “el camino” y “la calzada”. Hoy los pasos de la borriquilla se quedarán en el silencio de sus capillas; las cofradías sólo podrán imaginar la hondura emocional de un recorrido que no van a hacer; hoy no habrá una multitud que llene las calles para hacer memoria de la entrada de Jesús en Jerusalén.

Y, sin embargo, no faltará el Señor a su cita contigo y hará su entrada en tu casa. Irá a ti, llamará a tu puerta, extenderás a sus pies el homenaje gozoso de tu fe: tu ramo de palabras en flor, tu vestido de fiesta. Y si alguien te pregunta por la alegría que ha llegado a tu casa, tú les dirás: “Es Jesús, el profeta de Nazaret”.

Este año, vítores y aplausos los oirá sólo el Señor que está en todos los labios y en todas las manos.

Por su parte, la borriquilla se conformará con soñarlos, dichosa de llevar consigo al Rey que visita los hogares.

De Jesús se dice que llega humilde, y lo dicen por el borrico que le sirve de montura: es sólo eso, un borrico.

Así de humilde, asombrada, ligera y feliz, con Cristo Jesús, entra hoy en tu casa la Iglesia entera, ella también a lomos de borrico.

Feliz domingo a todo el pueblo santo de Dios.

Más cerca de ti que tu propia soledad:

Estamos viviendo una anomalía, y no es porque se nos haya confinado en el recinto de nuestras casas, pues enclaustrados han estado siempre los contemplativos, y siempre nos pareció normal que lo estuviesen.

Lo anómalo, lo que cae fuera de lo que hasta ahora hemos vivido, es que nos hayamos enclaustrado para protegernos de los demás y para proteger a los demás de nosotros mismos.

Nos hemos enclaustrado porque yo soy una amenaza para ti, y tú lo eres para mí.

En esa situación, mi modo de ayudarte es que me aparte de ti; tu modo de ayudarme es que no te acerques a mí.

Y también sé –lo sabemos los dos- que si me aparto de ti, no me olvido de ti.

Es como si ahora estuviese contigo –con todos- mucho más de cuanto no lo haya estado nunca, pues te ausenté de mí para ocuparme de ti, y tu ausencia obligada de mi lado ha hecho permanente tu presencia dentro de mí.

Hoy más que nunca, esa presencia me mantiene unido a mi familia, a mis hermanos franciscanos, a mis amigos, a los emigrantes de todos los caminos, a los sin techo de todas las ciudades, a quienes conmigo han celebrado alguna vez la Eucaristía, a quienes conmigo habrían de celebrarla este día si hubiese sido un domingo habitual.

Estamos viviendo una asombrosa paradoja: separados de todos y unidos a todos.

Esa paradoja es verdadera también en nuestra relación con Cristo Jesús, yo diría que lo es sobre todo en esa relación.

Muy probablemente, éste será para ti un domingo sin la acostumbrada Eucaristía con tu comunidad de fe.

Puede que el corazón te sugiera decirle hoy a Jesús las palabras que le dijeron en aquel tiempo Marta y María, las hermanas de Lázaro: “Si hubieras estado aquí”…

Pero tú no se las dirás, porque sabes que en tu abandono, él, tu amigo, está más cerca de ti que tu propia soledad.

Puede que hoy te falte el Pan de la Eucaristía, pero no te faltará el Señor que en ella se te entrega.

Y en el silencio de tu casa, como si estuvieras en el bullicio de tu comunidad, escucharás dirigidas a ti las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí no morirá para siempre”.

Necesitamos oírlas pronunciadas sobre nuestra esperanza, para que a nadie falte el gozo de vivir.

Y necesitamos pronunciarlas también sobre la memoria de quienes ya nos han dejado, para que a nadie falte la certeza de que esos hermanos nuestros nos han dejado para vivir en el gozo de su Señor.

El que dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”, resucitando de entre los muertos, ha abierto desde dentro todos los sepulcros. La muerte quedó contaminada para siempre por la Vida.

Y es él, la Vida, el que hoy está contigo, en tu casa, más cerca de ti que tu propia soledad.

Feliz domingo, hermana mía, hermano mío.

«Me lavé y empecé a ver»:

La mañana de la resurrección del Señor no sucedió nada que mereciese la atención de los historiadores.

Fue un amanecer como todos los amaneceres.

Pero aquella mañana hubo prisas inusitadas, sobresaltos, miedos y alegría nunca antes experimentados. Y todo por unas palabras, unas pocas y humanas palabras que sólo Dios podía juntar, y que, juntadas por él, quebraron para siempre el misterio de la muerte: “no está aquí: ha resucitado”.

Quienes las oyeron y creyeron, vieron sus vidas trastocadas del todo y para siempre.

“No está aquí: ha resucitado”. Es éste un anuncio que no puede ser noticia, porque no lo son jamás las cosas de Dios. Hoy tampoco lo será la presencia del Señor resucitado, aunque la fe lo reconozca con certeza en medio de los fieles, en el confinamiento de la casa familiar, en el corazón de cada uno de nosotros.

Al mundo de la fe pertenece también la piscina del Enviado y lo que tú has vivido en ella: la luz que en ella te iluminó, el mundo nuevo que te entró por los ojos desde que, por el bautismo, te sumergiste en la muerte y resurrección de Cristo Jesús.

Nada de eso llegará a los noticiarios del mundo, pero tú, con todos los bautizados, lo estarás celebrando en la comunidad de fe: “el Señor me untó los ojos, fui, me lavé y empecé a ver y a creer en Dios”.

Cristo Jesús, tu Señor, él es el corazón de tu fiesta, la razón de tu eucaristía, la luz que vino a la oscuridad de tu noche para conducirte al esplendor de la fe.

“Ahora somos luz en el Señor”. Y el apóstol nos apremia: “Caminad como hijos de la luz”.

Caminad escuchando la palabra de Cristo Jesús.

Caminad en comunión con Cristo Jesús.

Caminad imitando al que es vuestra Luz.

Caminad aprendiendo la bondad de Cristo Jesús, la justicia de Cristo Jesús, la verdad de Cristo Jesús.

Caminad aprendiendo a Cristo Jesús: seguidle, y tendréis la luz de la vida.

No será noticia para nadie, pero tú, de la mano de Cristo Jesús, has entrado hoy en la casa del Señor, su bondad y su misericordia te acompañan, ellas serán tu escolta todos los días de tu vida.

Aunque camines por cañadas oscuras, nada temerás, pues te sosiega la voz del amado, la luz que él ha encendido dentro de tu corazón.

Seguro que no será noticia para nadie, pero lo que vives hoy en la Eucaristía se quedará contigo hasta el cielo.

Hoy para ti se pronuncian palabras que sólo Dios puede juntar.

Feliz encuentro con Cristo Luz.

Beber, creer, comulgar…

Torturado por la sed, el pueblo de Israel  murmuró en el desierto contra Moisés, diciendo: Danos agua de beber.

Has oído también que una mujer de Samaria llega al manantial de Jacob para llenar su cántaro de agua.

Allí, sentado sobre el manantial y agotado del camino, está Jesús.

Jesús dice a la mujer: Dame de beber.

Si te pareció natural la sed de Israel  en el desierto, y te pareció cotidiano el camino de la samaritana a la fuente en busca de un agua necesaria para vivir, no te asombre la sed de Jesús, ahora insinuada, mañana gritada en el cruz, pues él lleva en la fragilidad de su cuerpo la sed de Israel, la de la mujer samaritana, la tuya, la mía, la de la humanidad entera, también la de Dios.

Un día sabrás que, en su cuerpo agotado, Jesús lleva el sufrimiento del mundo: el hambre, la sed, la desnudez, la soledad de los pequeños de la humanidad: “Tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber…”.

Y sabrás también –lo aprenderás con la samaritana- que, en aquel hombre agotado del camino –en aquel crucificado que, a gritos, va diciendo su sed-, Dios mismo se ha hecho fuente de agua viva para todos los sedientos.

En darnos como nos dio esa fuente, “en darnos como nos dio a su Hijo”, a la Roca no le queda más agua que dar, a Dios nada más le queda con que pueda apagar nuestra sed. Y así, dándose, encarnándose, entregándolo todo por amor, ha dejado patente, ha puesto a la vista de todos, que también él, el Dios del cielo y de la tierra, padece de ausencia, que también él tiene sed: sed de Israel, su pueblo; sed de aquella samaritana sin marido; sed de ti, de mí, de la humanidad entera.

Si la encarnación ya te revelaba, Iglesia samaritana, el misterio de la sed de Dios, la pasión te lo desvelará gritado desde lo alto de la cruz: Tengo sed.

El que padece nuestra sed, tiene también sed de nosotros.

Y éste es, samaritana,  el misterio de tu eucaristía de hoy: te acercas al “don de Dios”, a la fuente de agua viva; te acercas y escuchas; te acercas y comulgas; te acercas y bebes.

Bebiendo, apagas tu sed, y el agua que recibes, ese Hijo que se te da, el Espíritu que se te comunica, se convierte dentro de ti “en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

Bebiendo, creyendo, apagas también la sed que Jesús tiene de ti: tú recibes lo que necesitas y él se queda con lo que ama.

Bebiendo, creyendo, comulgando, aprendes a mitigar en los pobres la sed de tu Señor.

Feliz domingo, Iglesia amada de Dios.

Una humanidad transida de luz:

La vida de Jesús, la de los pobres, se enfrenta a la oscuridad de la muerte.
Sobre él, sobre ellos, se cierne el horror del abandono en que los deja Dios, del sinsentido al que los entrega la razón, del infierno que es sinsentido y abandono intuidos como eternos.
No sé si por comunión con Jesús, no sé si por comunión con los pobres, también nosotros bajamos al infierno, caminamos a tientas en el sinsentido, experimentamos la angustia del abandono.
Con Jesús, con los pobres, también nosotros decimos: “Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Que no triunfen de nosotros nuestros enemigos. Sálvanos de todos nuestros peligros”.
Pisoteados por la justicia, condenados por los poderosos, crucificados por la indiferencia de todos, Jesús y los pobres, Jesús y la Iglesia que es su cuerpo, tú y yo, necesitamos una promesa divina a la que abrazarnos en el naufragio de la vida, una luz por la que guiarnos en la oscuridad de la noche.
Necesitamos entrar en el misterio de nuestra existencia, ir más allá de la piel que nos protege, ver más allá de lo que se ve, entrar más allá de nuestra propia intimidad.
Necesitamos saber quién es Jesús, cuál es la esperanza reservada a los pobres, cuál es el destino del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Necesitamos saber para no morir de soledad.
Hoy, a sus pobres, a su Iglesia, Jesús nos toma consigo y nos lleva aparte a ‘su montaña alta’, a su humanidad resucitada, y nos la hace contemplar atravesada por la luz de Dios.
Entonces escuchamos las palabras de la revelación. Se dicen para Abrahán, para Jesús, para los pobres, para la Iglesia, para cada uno de nosotros:
“Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré…Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo”.
“Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto”.
A la luz de la fe, vemos y escuchamos.
A la luz de la fe, contemplamos y aprendemos.
Más aún, comulgando con ese Hijo amado, con el predilecto, comulgamos la luz de su resurrección, comulgamos la certeza de ser con él bendición para todas las familias del mundo.
Comulgando con ese Hijo, hemos aprendido a decir: «¡Padre!», y la memoria de su ternura y su misericordia se ha quedado para siempre en el secreto de nuestro corazón.
Comulgando con Cristo resucitado, llenamos de esperanza el cuenco de nuestros días.
Y soñamos con poner luz en la vida de los pobres, poner ternura en la soledad de sus caminos, poner en sus manos el pan que necesitan, alimentar la esperanza en sus corazones, dejarles la certeza de que son amados, de que son como Jesús predilectos de Dios, de que son como nosotros hijos my amados de Dios.
Feliz domingo a todos los que soñáis una humanidad transfigurada, resucitada.

Amar para vivir:

Queridos: hemos entrado en los días de la santa Cuaresma, tiempo de preparación para la solemne celebración anual de la Pascua del Señor.
Nuestros ojos se vuelven una y otra vez a Cristo crucificado y resucitado. Los hijos del hombre viejo –Adán- miramos al hombre nuevo –Cristo-. Quienes seducidos por la mentira hicimos con Adán el camino que lleva del paraíso al desierto, movidos por la fe recorremos ahora con Cristo el camino que lleva del desierto al paraíso.
En el relato del Génesis, que hoy se proclama en nuestra asamblea litúrgica, no se nos cuenta la historia de un hombre, sino la historia del hombre, nuestra propia historia, y todos somos testigos de la verdad de ese relato, pues cada uno de nosotros sabe que es en nuestra propia intimidad donde hemos oído la palabra del engañador, que es en nuestro corazón donde se ha insinuado el más astuto de los animales, que es él el enemigo que ha sembrado en nuestro interior la duda sobre la verdad de las promesas divinas, que es él el que ha puesto la semilla de la muerte donde el amor había puesto la certeza de la vida.
El espíritu de la mentira nos dijo: “No moriréis”, “se os abrirán los ojos”, “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”, y nosotros, ávidos de un fruto que nos pareció apetitoso, atrayente y deseable, nos dejamos engañar, comimos la muerte, vimos sólo nuestra desnudez, y transformamos en desierto el paraíso donde el amor nos había colocado.
Pero vosotros no sois sólo hijos del hombre viejo, sino que, por gracia, sois cuerpo de Cristo, hijos de la humanidad nueva que, en Cristo, ha sido purificada, justificada, glorificada. Hoy contempláis al hombre nuevo que, llevado por el Espíritu de la verdad, entra en nuestro desierto. Él es el Hijo de Dios, que escogió por amor “ser como un hombre cualquiera”. Él es la Palabra de Dios, en quien estaba la Vida, que escogió “hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Él es el Ungido de Dios, que ha hecho de la obediencia a la voluntad del Padre el alimento de su vida, y así, ha transformado en paraíso el desierto a donde el Espíritu de Dios le había llevado, ha pasado de la muerte a la vida, ha iluminado la oscuridad de nuestra noche con la gloria del día de Dios.
Si consideramos la verdad de nuestra comunión con el hombre viejo, entonces hacemos subir desde lo hondo de nuestro ser la súplica humilde del pecador: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa… crea en mí un corazón puro… devuélveme la alegría de mi salvación”.
Si consideramos la verdad de nuestra comunión con Cristo, entonces, desde el corazón y los labios del creyente, sube hasta el cielo un canto de alabanza, porque en Cristo la misericordia nos ha alcanzado, la bondad nos ha rodeado, la compasión nos ha purificado, el amor nos ha recreado, la salvación nos ha ungido con óleo de alegría.
En la santa Cuaresma, confesamos humildemente nuestra comunión con el hombre viejo y nos disponemos gozosamente a la más íntima comunión con el hombre nuevo.
Queridos, si reconocemos que en Cristo, a nosotros pecadores, el Señor nos ha escuchado, nos ha defendido, nos ha cubierto con sus plumas, nos ha hecho pasar de la muerte a la vida y nos ha glorificado, cada uno de nosotros aprende con Cristo a transformar los desiertos, en los que la humanidad muere, en un paraíso, en el que a todos se ofrece la vida. Hoy aprendemos con Cristo a bajar por amor hasta los pobres, hoy aprendemos a obedecer por amor la Palabra del Señor, hoy aprendemos a dar la vida por quienes no vivirían si nosotros no les amásemos.