Arrodillados delante de Dios y de los pobres:

Puede que no lo hayas pensado, pero ésta es tu realidad: el día de tu bautismo, entrando en la comunidad eclesial, entraste en una tierra que es de Dios y que Dios ha dado a su pueblo, la tierra buena que es Cristo Jesús, tierra que mana leche y miel.

No añores el paraíso que Dios había plantado en Edén, hacia Oriente, y en el que puso al hombre que había formado de la tierra: Mucho más que un paraíso te ofreció a ti en Cristo Jesús el Padre del cielo.

No imites la idolatría de los padres que en aquel paraíso terrenal, figura del celeste que es Cristo Jesús, suplantaron la fruición de los dones de Dios por la apropiación y la posesión, y transformaron la gratitud humilde de quien todo lo recibía en el árido silencio de quien nada tiene que agradecer porque todo lo posee.

Toma tu cestilla, tú que has entrado por gracia en la tierra buena que es Cristo Jesús, y preséntala delante del Padre del cielo.

Toma tu cestilla y pronuncia delante del Señor, tu Dios, la confesión de tu fe.

Toma tu cestilla con las primicias de los frutos de la tierra en la que has entrado; Pon en ella tu pan que es el cuerpo de Cristo, tu sabiduría que es la palabra de Cristo. Pon en ella el Espíritu que te unge, el divino crisma que procede del olivo que es Cristo. Pon en ella la memoria de lo que en Cristo el Padre del cielo te ha regalado: De Cristo has aprendido a servir, a amar, a evangelizar a los pobres. En Cristo has entrado como hijo, como heredero, en la familia de Dios. Con Cristo serás glorificado.

Toma tu cestilla y póstrate en presencia del Señor, tu Dios.

No te dejes seducir por el Engañador.

Se te presentará como el que dispone a su antojo del poder y la gloria. Todo te lo promete a cambio de lo poco que parece pedir. Escucha lo que dice a Jesús en el desierto: “Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo”. El Engañador oculta lo que el Sabio enseña: que “el codicioso no se harta de dinero”, que “el avaro no aprovecha lo que tiene”, que “las riquezas guardadas perjudican al dueño”.

Tú no eres del Engañador sino de Cristo.

Tú no te arrodillas delante de nadie para alcanzar poder y gloria.

Como la tierra en la que has entrado, como Cristo Jesús de quien eres cuerpo, tú te arrodillas delante de Dios para adorarlo y darle culto, tú te arrodillas delante todos para servir: para lavar los pies de todos, para amar a todos, para llevar a los pobres la buena noticia que esperan o que necesitan.

Eso dice hoy nuestra comunión con Cristo Jesús: dice de quién somos; dice en qué tierra entramos; dice a quién queremos parecernos; dice con quién queremos caminar, a dónde queremos ir; dice qué frutos queremos dar; dice delante de quién nos arrodillamos –delante de Dios y de los pobres-; y dice también lo que llevamos en los labios y en el corazón –la fe en Cristo Jesús, muerto y resucitado-.

Feliz domingo.

Expertos en amar:

La liturgia continúa ofreciéndonos la instrucción de Jesús a sus discípulos, instrucción que empezaba con la proclamación de las bienaventuranzas, que continuaba con la proclamación explícita de una ley que invita a los creyentes a imitar lo que Dios es para ellos, ha hacer lo que Dios ha hecho con ellos: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada. Tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos”. “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.

Quiere esto decir que la razón y fundamento de la moral cristiana, lo mismo que la razón y fundamento de los mandamientos de la Antigua Alianza, se halla en la experiencia personal y comunitaria de la salvación.

En efecto, el mandato que tenemos de promover la libertad de todos, nace de la libertad que nosotros hemos recibido; el mandato de amar, nace de un amor que antes nos alcanzó y que a todos está destinado; el mandato ser compasivos nace de la compasión que otro tuvo con nosotros y tiene con todos.

La moral cristiana es inseparable de la experiencia de fe.

En ese contexto de gracia de Dios acogida o de bienaventuranza experimentada, hemos de situar los dichos de Jesús que recoge el evangelio de este domingo.

Ciego que guía a otros ciegos es el que no se ha sentado todavía a la mesa de la misericordia; ciego que guía a otros ciegos es el que todavía no conoció la alegría y la fiesta de la casa de Dios; ciego que guía a otros ciegos es el que no se hace imitador de Dios como Jesús, presencia viva entre los hombres del amor que Dios les tiene.

Y mientras no quitemos de nuestro ojo la viga de la autosuficiencia, la soberbia de nuestra legalidad cumplida, seremos ciegos y no podremos quitar la mota que denunciamos presente en la vida de nuestro hermano.

Tenía una viga en los ojos aquel fariseo que invitó a Jesús a comer con él, y que pensaba para sí: “Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora”. Y se había quitado la viga de los ojos aquella mujer, aquella pecadora, que “al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco e alabastro lleno de perfume”, y, “llorando”, se puso “a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume”. El fariseo, por ciego, no podía ser guía de aquella mujer, aunque pecadora. Y la mujer, perdonada y amada, ya podía ser guía del fariseo todavía ciego.

Tenía una viga en los ojos aquel hijo que, estando siempre en casa, no había visto todavía el amor que el padre le tenía. Y empezó a tener ojos limpios aquel hermano suyo que, volviendo de muy lejos, se sentó a la mesa de alegría y de fiesta de su padre.

¡Sentarse a la mesa de la alegría, a la mesa de la fiesta, a la mesa de la misericordia! ¡Sentarse a la mesa de Dios!: Eso es hoy para nosotros la celebración eucarística. Y sólo los que se sientan a esa mesa, los que se saben perdonados, redimidos, agraciados, sólo ellos podrán sacar la viga de su ojo y empezarán a ver para sacar la mota del ojo del hermano.

A cuantos comulgamos con Cristo Jesús, no se nos ha de suponer moralistas ciegos, sino expertos en amor, que “de la bondad que atesoran en su corazón”, sacan lágrimas y perfume para honrar al Señor, y sacan el bien para guiar a los pobres.

Imitadores del amor que es Dios

The farmer holds rice in hand.

Si digo que creo, no me doy una cita con la eventualidad de un enigma, sino que me adentro en un misterio de amor. 

Mi fe es fe en el amor. 

Y si alguien me recuerda que la fe sólo puede ser fe en Dios, yo le recordaré que el Dios de mi fe es amor. 

El salmista lo confesó a su manera, diciendo: “El perdona… él cura… él rescata… él colma de gracia… él es compasivo y misericordioso”. 

El Hijo se lo reveló así a un desconcertado Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. 

Ese Hijo entregado es la misericordia de Dios que perdona, es medicina de Dios que cura, es fuerza de Dios que libera, es bondad de Dios que nos colma de gracia. 

Vosotros, hermanos míos, no sois una secta de ilusos, sino el pueblo del amor que es Dios, un pueblo de redimidos, una comunidad de hijos amados de Dios. 

Sólo el amor de Dios da razón de lo que sois. 

En ese amor ahonda sus raíces la paz del corazón, la esperanza que nos anima, la confianza con que vivimos. 

Sólo de ese amor puede nacer el salmo de alabanza: “Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios”. 

Sólo ese amor da razón de nuestra forma de vida. 

Todos conocéis vidas de las que es razón el dinero, el poder, la ambición, la vanidad, el fanatismo, el odio: vidas tanto más perdidas cuanto más hayan sido entregadas a la razón por la que se ha escogido vivir. 

Y todos, si sois de Cristo Jesús, sabéis que de vuestra vida ha de dar razón el amor. 

Éste es el mandato que hemos recibido del que nos amó hasta dar su vida por nosotros: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”. 

Y por si alguno quisiera pensar que el amor al que somos llamados ha de estar reservado para los de nuestra casa, para los de nuestra fe, el que por todos vivió y murió, quiso que a todos amáramos, quiso que por todos perdiésemos la vida: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian”. 

Amar, amar sin medida, amar sin fronteras, como ama el Padre del cielo, como nos amó el Hijo en el que creemos, con el que vivimos en comunión y del que recibimos el Espíritu del amor. 

Como creyentes en Cristo, se nos reconocerá por la compasión y la misericordia. 

Feliz domingo.

Jesús, las bienaventuranzas y los pobres:

No las leo si no es a la sombra de la cruz y a la luz del crucificado: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”.

Sólo en esa sombra y con esa luz puedo acercarme al misterio que las palabras encierran.

En esa cruz, condenado a ella, clavado en ella, está un pobre, un hombre al que sólo quedan en propiedad heridas y palabras.

Un día, en el llano, “levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: Dichosos los pobres”.

Otro día, desde lo alto de una cruz, bajando los ojos hacia ti y hacia mí, como quien deja un testamento a sus hijos, nos hizo llegar el eco de aquella asombrosa revelación: “Dichosos los pobres”.

Volví a leer la pasión en el evangelio de Lucas, escudriñé tus palabras, Señor, y tus heridas: Repartiste tu cuerpo como un pan, y con tu sangre sellaste una Alianza nueva y eterna. Dijiste palabras de advertencia a las mujeres que lloraban tu destino de muerte: “Van a llegar días en que se dirá: «Dichosas las estériles, los vientres que no han parido y los pechos que no han criado». Entonces, la gente pedirá a los montes: «Desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «Sepultadnos»”. Pediste al Padre perdón para todos los implicados en la muerte de su Hijo. Hiciste promesas de paraíso a un ladrón sin futuro.

El cenáculo, el camino de la cruz, la cruz, nos devuelven las palabras de la revelación en el llano: “Dichosos los pobres”, y nos invitan a entrar en su misterio: Dichosos los discípulos que comieron el cuerpo entregado del Señor y bebieron la nueva Alianza sellada con su sangre. Dichosos los verdugos que oyeron una súplica de perdón impetrado para ellos. Dichoso el ladrón, crucificado con Cristo, que aquel día entró con el Rey en el paraíso.

Para discípulos, para verdugos, para ladrones, ¡para los pobres!, el Reino de Dios se llama Jesús, y está allí para todos, como un pan y una misericordia. Si tienen hambre, serán saciados; si lloran, reirán. Los saciados, tendrán hambre; los que ríen, llorarán.

“Dichosos los pobres”, porque Jesús –el Reino, el perdón, el paraíso- es para ellos, y ellos lo acogerán.

Y dichoso Jesús, el Hijo que se hizo pobre para ser nuestra riqueza, pues cuando todo lo ha dado, también la vida, conoce la dicha de recibir a los pobres que ha amado: a los discípulos, al jefe de los soldados, a un ladrón… a nosotros.

Hoy, cuando os reunáis en asamblea eucarística, sabréis cumplidas en vuestra celebración las palabras del evangelio: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”. Hoy se os entrega el Señor; hoy es para vosotros su cuerpo y su sangre, su Reino, su gracia, su misericordia, su amor.

Para los otros pobres, nosotros hemos de ser presencia real de Jesucristo el Señor.

Para todos, en Jesús, estamos llamados a ser paraíso, pan y consuelo.

Feliz domingo.

Bendito el que viene en nombre del Señor


A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger 

Paz y Bien, hermanos muy queridos. 

Como ya sabéis, el Papa Francisco visitará Marruecos los días 30 y 31 del próximo mes de marzo. 

Ese anuncio, buena noticia para la Iglesia en Marruecos, es una gran alegría para todo el pueblo y motivo de particular agradecimiento para nosotros, pues tendremos ocasión de acercarnos al Papa –puede que alguno no la haya tenido todavía-, celebrar con él nuestra fe, escucharlo, hacerle sentir nuestro afecto, y decirle que nos sabemos apalabrados en la tarea de llevar el evangelio de Cristo al corazón de aquellos con quienes recorremos el camino de la vida. 

Pero nada de eso, con ser importante e incluso necesario, sería razón suficiente para justificar la tan deseada visita del Papa a Marruecos, pues nuestro compromiso con el evangelio, nuestro apego afectuoso al Papa Francisco, así como la celebración gozosa de los misterios de la fe, son parte de nuestra vida, por no decir que son sencillamente nuestra vida, aunque en ella jamás se nos hubiese concedido la oportunidad de ver al Papa. 

Esto me lleva, hermanos míos, a considerar otros aspectos de esta visita, que tal vez no sean tan de casa como los que, desde el principio, reclaman nuestra atención, pero que son probablemente más significativos y a los que, de hecho, se habrá de prestar mayor atención. 

Es obvio que el Papa viene a Marruecos para los cristianos que aquí vivimos; pero no creo equivocarme si digo que viene también y sobre todo para el pueblo marroquí, que aquí nos acoge como hermanos. 

Para cristianos y musulmanes es la llamada a trabajar por la paz, a obrar según justicia, a ser solidarios unos con otros, a promover la libertad de todos. 

Si en un tiempo pudieron separarnos dos certezas, hoy ha de unirnos una búsqueda. Si hemos escrito una historia fratricida en nombre de dos credos, es tiempo de escribir otra que a los ojos de todos resulte fraterna, unida por lazos de clemencia y misericordia. 

Lo que procede de Dios, ya sea en el Islam, ya sea en el evangelio, no nos separa a unos de otros, no nos hace extraños unos a otros, y mucho menos nos hace superiores a unos sobre otros. 

Lo que es de Dios, une en el amor que es Dios. 

Vivimos tiempos recios, en los que para cristianos y musulmanes se ha hecho urgente descubrir nuestra común vocación a humanizar el mundo, y hacerlo cada uno desde la luz con que nos ilumina la fe que profesamos. 

El corazón me dice que la visita del Papa Francisco a Marruecos dejará en nuestros ojos la dicha de mirarnos como hermanos, en nuestro corazón un compromiso con estos hermanos y con esta tierra, en nuestras manos un proyecto de solidaridad con los pobres, en nuestro espíritu la pasión de Dios por sus criaturas. 

Pero vosotros sabéis, hermanos míos, que en el horizonte de esta visita apostólica están también esos últimos entre los últimos que son los emigrantes. 

Abandonados a su suerte, puestos en las manos criminales de las mafias por las políticas criminales de los Gobiernos, impedidos de ejercer sus derechos fundamentales, tratados como esclavos, traídos y llevados como mercancía, empujados a regatear con la muerte lo que habría que ofrecerles en justicia, esos emigrantes necesitan que la palabra del Papa se dirija a ellos para confortarlos, para mantener viva su fe, para fortalecer su esperanza; y necesitan asimismo que esa palabra se dirija a la conciencia de los pueblos, recuerde la responsabilidad que en el drama de la emigración tiene la política de cada nación, y la mayor responsabilidad, si cabe, que en la formación de la conciencia y en la asunción de decisiones políticas tienen las comunidades cristianas en los países de origen, en las Iglesias del camino, en los países de destino. 

Ésta es una esperanza encendida en el corazón de la Iglesia de Tánger: Que el Papa Francisco venga a esta tierra, y que a esta humanidad hambrienta de justicia, de cariño, de esperanza, le haga llegar la luz de su palabra, el calor de su afecto, el testimonio de que la Iglesia, madre de todos, está especialmente cerca de estos hijos que todo lo necesitan. 

Estos hijos últimos no podrán acercarse al Papa Francisco. Pero habrán de ocupar un lugar privilegiado en su corazón de padre y en el corazón de su visita apostólica a Marruecos. 

A nosotros nos toca preparar el camino. Lo haremos con austeridad de vida, solidaridad con los pobres, oración en la comunidad y trato personal con el Señor. Lo haremos como si estuviésemos preparando la venida del Señor: ¡Bendito el que viene en su nombre! 

Un abrazo, hermanos míos muy queridos. El Señor os dé su paz. 

Tánger, 8 de febrero de 2019.

«Apártate» y «quédate», verbos para la comunión:

Uno vio “al Señor sentado sobre un trono alto y excelso”; el otro vio sólo la redada de peces que había cogido después de echar las redes “en la palabra de Jesús”; y los dos, Isaías y Pedro, el profeta y el pescador, se asomaron al misterio de la grandeza de Dios y de la propia pequeñez, se vieron perdidos en la santidad de Dios y en la realidad inquietante del propio pecado. 

El profeta expresó así lo que había experimentado: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”. 

El pescador expresó con una súplica y un gesto lo que había aprendido viendo peces en las redes: “Se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: _Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. 

Cada domingo nos reunimos para escuchar la palabra del Señor. Cada domingo nos acercamos a la mesa del Señor. Se supone que en la eucaristía escuchamos y comemos para mejor conocer la voluntad del Señor, obedecer sus mandatos, acoger su salvación y seguir sus caminos. 

Cada domingo, como el profeta, nos acercamos al templo del Señor. Cada domingo, como el pescador, también nosotros echamos la red “en la palabra de Jesús”. Cada domingo es una ocasión que la gracia nos ofrece para el asombro por lo que se nos revela, para el santo temor de Dios por lo que Dios es, para la humildad del corazón por lo que nosotros somos. 

Cada domingo, allí donde el profeta dijo: _ “¡ay de mí, estoy perdido!”; y donde el apóstol dijo: _ “apártate de mí, Señor, que soy un pecador”, nosotros decimos, robando las palabras a un soldado romano: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”. 

Hoy, con vosotros, quiero robarlas todas: las del profeta, las del pescador, las del soldado, por si se me agarra al alma el conocimiento de la grandeza de Dios, de su santidad, con la sabiduría de mi indignidad para ir hasta Dios o para recibirle si él viene a mi casa. 

Hoy, con vosotros y con el apóstol, le diré «apártate», porque soy un pecador; mientras todo mi ser, con vosotros y con los discípulos en el camino de Emaús, le pediremos «quédate»: Quédate, porque anochece, y se oscurece la fe; quédate, porque tú tienes palabras de vida eterna; quédate, porque te necesitamos; quédate, porque sabemos que nos amas. 

Y si la Eucaristía nos remite, Señor, a la entrega de tu vida por nuestro amor, mientras te digo «apártate» pues mi pecado es de muerte, mientras te digo «quédate» pues tu voz es de infinita misericordia, te diré también: “acuérdate de mí en tu reino”, entregando así mi pecado a tu misericordia. 

Feliz domingo.

«Hoy» y «aquí», adverbios para la gracia y la fiesta:

“En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: _Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Queda atrás la profecía, queda fuera la reflexión moral, quedan allí sin sentido la exposición doctrinal y la exhortación piadosa. Las palabras de Jesús son revelación de un acontecimiento turbador. Cuando Jesús dice, “hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”, sus palabras, no sólo desvelan el misterio de la profecía que acaba de leer, sino que empiezan a desvelar también su misterio personal, el de un hombre que ha sido ungido por el Espíritu Santo, y ha sido enviado para que lleve a los pobres la buena noticia de la gracia de Dios.

Una reflexión moral, una exposición doctrinal, una exhortación piadosa son intemporales. Los acontecimientos están necesariamente anclados a un «ahora» en el tiempo, y a un «aquí» en el espacio. De ahí la importancia que tiene en las palabras de Jesús el adverbio de tiempo «hoy», y la locución espacial “en vuestros oídos”, que la traducción oficial lamentablemente ignoró y substituyó por un desubicado “que acabáis de oír”.

«Aquí» acontece. «Hoy» se cumple. «Hoy, aquí» es salvación cumplida –evangelio- lo que hasta hoy era sólo salvación prometida –profecía-.

A donde llega Jesús la salvación se hace cosa de «aquí» y de «hoy»: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador” –dice el ángel a los pastores en la noche de Belén-. “Hoy tengo que alojarme en tu casa…Hoy ha llegado la salvación a esta casa” –le dice Jesús a Zaqueo, el publicano de Jericó-. “Hoy estarás conmigo en el paraíso” –le dice Jesús a uno de los malhechores ajusticiados con él-.

Jesús es la salvación. Lo fue para los pastores de Belén, para Zaqueo, para el ladrón del paraíso. Lo es para nosotros, que hoy nos encontramos con el Señor y escuchamos su palabra en la asamblea litúrgica de la comunidad cristiana.

La salvación que es Jesús, es gracia de Dios para enfermos y pecadores, para publicanos y malhechores; y porque es gracia, es también alegría, fiesta en el corazón, para enfermos y pecadores, para recaudadores y bandidos.

Feliz domingo. Feliz encuentro con Cristo Jesús, hoy, en la celebración eucarística

Ungidos para salvar:


Vendrá de Dios, como la palabra viene de quien la pronuncia. Vendrá de Dios, ungido por el Espíritu y enviado por él. Vendrá de Dios, y vendrá para ti que lo necesitas. Vendrá para los pobres, entiende cautivos, ciegos, oprimidos, esclavizados. 

Así lo proclamaba la palabra profética. 

Aquel día en la sinagoga de Nazaret, la palabra proclamada dejó de ser una promesa de salvación, y comenzó a ser un evangelio, buena noticia de que la salvación prometida para el futuro era ya salvación cumplida en el presente: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. 

La buena noticia se llamaba Jesús, y era para los pobres. 

El evangelio no es una complicada doctrina, sino una persona que viene a salvar a los oprimidos por el mal. El evangelio no es una fuente de valores morales para mantener alta la producción industrial, sino revelación del misterio de la unción divina sobre el hombre Jesús de Nazaret, para que este hombre proclame el año de gracia del Señor. En realidad, él, Jesús, es el verdadero año de gracia que ya nunca se acabará para el hombre que quiera recibirla. 

Hoy es un día santo para ti, Iglesia rescatada del Señor, pues para ti ha sido ungido Aquel que viene a ser tu luz y tu libertador. 

La Escritura, toda la Escritura, recibe en Jesús de Nazaret su interpretación verdadera, real, última, pues en él se cumplen las promesas que la Escritura encierra, y tú, comunidad de los que han entrado por la fe en el año de gracia del Señor, has visto y conocido al que velaban las palabras de la profecía. Es más, hoy te encuentras con él, lo escuchas, comulgas con él. Hoy te encuentras con tu luz y con tu libertad, con el que es para ti el evangelio de la gracia. 

No quiero que olvides, sin embargo, otra dimensión del misterio que celebras. Hoy eres ungida tú también, y enviada, como Jesús, como el siervo del Señor, para llevar la buena noticia a los pobres. Hoy eres ungida para liberar, para iluminar, para salvar. Hoy eres enviada a la frontera sur de la riqueza, en la que se levantan barreras para que los explotados no perturben la tranquilidad de los explotadores. Hoy te esperan los desesperados de todas las latitudes del sufrimiento. Seguramente los encontrarás con la mano tendida a las puertas mismas de tu celebración dominical. Hoy se cumplen en el cuerpo de Cristo, que eres tú, las palabras de la profecía: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres”. 

Feliz domingo.

“El marido se alegrará con su esposa”:

Entra con Jesús de Nazaret a las bodas de Caná. Él sabe que todavía no ha llegado su hora, la de su boda contigo, aunque ésta sea la sola en que puede soñar, la sola que puede anhelar con todo su ser. 

La boda de Caná, con aquellos novios que se unen en santa alianza, con su alegría, con su vino de menor calidad, prefigura las nupcias del Rey, es fiesta que presagia fiesta, representa el amor de Dios a su pueblo, y anticipa en la comunión de los esposos el misterio inefable de la comunión entre Cristo y su Iglesia. 

Hoy, comunidad eucarística, eres tú la esposa y haces memoria de la alianza nueva y eterna de tu Dios contigo, hoy es por ti la fiesta, hoy se sirve a la mesa de tu banquete el pan de la vida y el vino bueno de la salvación. 

Por gracia has conocido el amor que Dios te tiene y has creído en él: Hoy comulgarás con el que te ama para ser una con él, para que todos los que formamos la comunidad eucarística, “formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”. 

Ahora, en la oscuridad luminosa de la fe, en la morada interior, escucha la voz del que te ama: “Los pueblos verán tu justicia, los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor… «Mi favorita»… «Desposada»”… 

Esa palabra es para ti, Iglesia pobre, pequeña, pecadora, amada y santificada: Escucha, comulga, goza, ama y agradece. 

Y para ti es el banquete de esta Alianza nueva y eterna: Sal a los caminos y convoca a todos los pobres, a todos los pequeños, a todos los pecadores, para vengan a estas nupcias eternas y canten contigo las maravillas del Señor. 

Feliz domingo.

Celebro lo que creo… Aprendo lo que soy:

Yo digo: «Soy cristiano». Pero tal vez no sepa bien lo que digo ni diga con verdad lo que soy, pues «ser de Cristo» es misterio que nadie puede abarcar, ni puede nadie acabar de serlo.

El Espíritu de Dios y su gracia, la contemplación de los hechos de Cristo, la oración de la Iglesia y el amor de los hermanos me irán abriendo camino para que me adentre en ese misterio que confieso cuando digo: «Soy cristiano».

Considera lo que celebras en la fiesta del Bautismo del Señor: “Hoy Cristo ha entrado en el cauce del Jordán para lavar el pecado del mundo”. Tú, Iglesia de Cristo, ves bautizado en el Jordán al que es tu cabeza, y eres tú, su cuerpo, la purificada; entra en el agua Jesús, y la corriente se lleva tus pecados; mientras Jesús ora, el cielo se abre también para ti; asciende Jesús de las aguas, y lleva consigo hacia lo alto el mundo entero.

Ahora vuelve a decir: «Soy cristiano», y estarás diciendo: «He sido lavado con Cristo en las aguas de su bautismo, he creído en el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, he visto desaparecer perdonados todos mis pecados, se han abierto también para mí las puertas de la casa de Dios, he subido con Cristo desde lo hondo de la esclavitud humana a la condición de hijo amado de Dios».

Pero no es eso sólo lo que vives hoy, pues también se te permite contemplar al Espíritu que baja sobre Jesús, y oír la voz que viene del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. Si en comunión con Cristo Jesús quedaste purificada por las aguas de su bautismo, en Cristo quedaste también ungida con el Espíritu que a él lo ungió, y escuchaste, como dichas también para ti, las palabras que él oyó, palabras de amor que nunca en tu pequeñez hubieras podido imaginar.

Si ahora dices: «Soy cristiano», estás diciendo: «Soy hijo de Dios en Cristo, soy amado de Dios en Cristo, soy en Cristo un predilecto de Dios».

Aprende lo que eres; agradece con todos los redimidos lo que el amor de Dios ha hecho de ti; comulga con Cristo y, en esa comunión, admira la belleza del misterio que hoy se te ha revelado, saborea su dulzura, goza con la abundancia de la misericordia que se te revela, escucha de nuevo, dichas para el Unigénito, dichas también para ti, las palabras de aquel día en el Jordán: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

Feliz domingo. Feliz fiesta del Bautismo del Señor.