El Señor está cerca:

La invitación apostólica nos llega motivada con palabras de revelación: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca”.

La Iglesia presiente cercana la fiesta del nacimiento de Cristo, fiesta de gozo y salvación; el pueblo de Dios la espera con fe y pide la gracia de llegar a celebrarla con alegría desbordante.

El Señor está cerca”, tan cerca como la fiesta de Navidad, parece decir la liturgia; más cerca que la Navidad, te sugiere el corazón.

El Señor está cerca”, tan dentro de ti como su ausencia:

“¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste,

habiéndome herido;

salí tras ti clamando, y eras ido”.

El Señor está tan dentro de ti como tu deseo de encontrarte con él, tan dentro de ti como pueda estarlo tu tristeza y la esperanza de que su alegría te encuentre; tan tuyo como tu agitación y tu necesidad de oír pronunciadas sobre ella palabras de paz.

El Señor está cerca”, tan cerca como la redención que ya has recibido, como el perdón que ya se te ha dado, como la gracia con que ya te han visitado. El Señor está cerca de ti como el bien con que has sido bendecido, como la santidad para la que has sido elegido.

El Señor está cerca”, tan cerca de ti como lo está su palabra que escuchas, su cuerpo que comulgas, sus pobres a quienes acudes.

El Señor está cerca”: presencia del amado en el corazón de la esposa, presencia del Amor en la memoria de la Iglesia.

En todo has puesto tú su nombre: en el desierto y el yermo, en el páramo y la estepa, en el Líbano y en el Carmelo. Y en todo ha dejado él la huella de su paso:

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura,

 e, yéndolos mirando,

con sola su figura,

vestidos los dejó de su hermosura”.

 “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca”.

Alegría para los pobres

Lo que sigue, lo escribí hace tres años.

«Llueve desde hace días.

Con la lluvia, la vida de los chicos en el bosque de Beliones se te vuelve memoria obsesiva como una melodía que hubieras oído demasiadas veces.

Bajo el aguacero, subimos a la montaña porque ellos nos esperaban.

El coche iba lleno de todo, que, en aquellas circunstancias, es como decir que iba lleno de nada, pues mantas y ropas y calzado, recibidos como se recibe lo indispensable para vivir, todo, seguramente todo, llegó empapado de agua, si no de fango, al compasivo refugio que ofrecen los plásticos.

Aquella tarde, sólo abracé hijos pasmados de frío y mojados.

Entonces, te invade un sentimiento de culpa y se te vuelve losa insoportable el sentimiento de impotencia: No puedes cambiar el sistema económico que va llenando de pobres el mundo para que haya un puñado de ricos. No puedes cambiar el sistema político que a unos pocos los hace dueños del destino de todos. No puedes cambiar el sistema de poder que determina quién en la sociedad es sujeto de derechos y quién es sólo objeto de dominio. Ni siquiera  puedes aliviar con una manta caliente el frío de tus hijos, porque no habrá para ellos un lugar donde guarecerse de la lluvia y el viento. No puedes, no puedes, no puedes… porque un mundo de gente importante ha decidido que no puedas, han decidido por ti, y lo que es mucho peor, han decidido por hombres, mujeres y niños a los que han declarado indocumentados, ilegales, sin papeles, irregulares. A las puertas del sistema nunca sufren y mueren personas de carne y hueso;  por allí sólo se mueven abstracciones, predicados y adjetivos.

Hoy, solemnidad de la Inmaculada Concepción, en lo más hondo de esa memoria angustiada de hijos que sufren, resuena  como un desafío la voz del profeta: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala  me ha envuelto en un manto de triunfo como novia que se adorna con sus joyas”.

La liturgia guarda esas palabras en el corazón de María de Nazaret, la mujer de alma traspasada por una espada de dolor, la Madre que sólo puede compartir y no aliviar el dolor de su Hijo crucificado, la bendecida por la que a todos nos vino la bendición, la llena de gracia que es la causa de nuestra alegría.

Aquellas palabras, la comunidad eclesial las escucha pronunciadas por Cristo resucitado, alegría del mundo, resplandor de la gloria del Padre.

En realidad, son palabras que sólo tienen sentido dichas para hijos crucificados y madres al pie de la cruz. Son palabras testimonio del compromiso de Dios con la vida de los pobres. Son palabras para gritar en todas las montañas donde la legalidad vigente atormenta el cuerpo de Cristo: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala  me ha envuelto en un manto de triunfo como novia que se adorna con sus joyas”.

Hoy, Iglesia amada de Dios, formando un cuerpo con Cristo en la eucaristía y con Cristo en el calvario de Beliones, haces tuya la profecía y desafías con tu debilidad la arrogancia de los poderosos, con tu esperanza su idolatría del dinero, con tu amor la frialdad de su indiferencia; y mantienes en el corazón de los pobres la certeza de que hay reservada para ellos una herencia de alegría.

Te lo ha dicho el profeta, lo has oído en tu eucaristía: Dios mantiene abiertas para los pobres las puertas del futuro.»

Y Dios soñó un mundo nuevo:

No lo soñó para sí mismo, sino para ti, y lo soñó conforme a tu deseo.

En ese sueño de Dios, en tu deseo, como en un paraíso, son de casa la justicia y la fidelidad, la gracia y la paz. En el proyecto de Dios y en tu esperanza, desterrados el daño y el estrago, la tierra se llenará de la ciencia del Señor.

El profeta lo anunció: “Brotará un renuevo, florecerá un vástago… Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito… el niño jugará con la hura del áspid”.

La fe te dice que la promesa ya se ha cumplido, que la profecía se hizo evangelio, que el renuevo ya ha brotado, que el vástago ha florecido, y que la paz se hizo don para los amados de Dios.

Tú, sin embargo, pareces todavía herido por el mismo deseo, y tu Dios parece entregado siempre a la tarea de realizar el mismo sueño, como si evangelio y gracia no se nos hubiesen ya dado, como si el mundo no hubiese sido aún visitado por la vida, como si la paz no hubiese todavía llegado a nuestra tierra.

¿Por qué anhelamos lo que ya tenemos? ¿Por qué esperamos al que ya ha venido? ¿Por qué continuamos en adviento si ya ha sido Navidad?

Esperamos todavía porque tenemos sólo lo que creemos, y creemos poco, y creemos mal.

El renuevo ha brotado, el vástago ha florecido, vino ya y viene hoy, viene a nuestra celebración, a nuestra vida, pero no nos alcanzará su justicia si la fe no le abre nuestra casa, no gozaremos de su paz si no nos convertimos a él, no contemplaremos la alegría que nos trae si no le preparamos el camino.

Atrévete a creer. Verás que en tu corazón empieza a habitar el lobo con el cordero, la pantera se tumba con el cabrito, el niño juega con la hura del áspid.

Atrévete a creer. Sabrás que tu corazón está lleno de la ciencia del Señor, “como las aguas colman el mar”.

Si crees, sabes lo que hoy recibes en comunión.

Si crees, sabes lo que esperas.

Si crees, sabes lo que te dispones a celebrar en la Natividad del Señor.

Atrévete a creer: Verás que el mundo se hace nuevo.

Vamos a la casa del Señor:

Todavía resuena en nuestra asamblea el eco del canto en la fiesta de Cristo Rey: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Cantaba el salmista, peregrino a Jerusalén, pues ya divisaba los muros de la ciudad santa. Cantaba el ladrón, crucificado al lado de Jesús, mientras Jesús le abría las puertas del paraíso. Cantaba la asamblea eucarística, al entrar por la fe y la comunión en la casa de Dios que es Cristo Jesús.

Hoy, primer domingo de adviento, la comunidad cristiana, que emprende su camino espiritual hacia la Navidad, ha entonado de nuevo el canto de los que peregrinan: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

La palabra de Dios ha puesto delante de nuestros ojos una realidad misteriosa: “El monte de la casa del Señor”, “la casa del Dios de Jacob”.

Es un monte “en la cima de los montes”, “encumbrado sobre las montañas”, y, sin embargo, oímos con asombro que hacia él “confluirán los gentiles”, “caminarán pueblos numerosos”. No los atrae el riesgo de la aventura, ni la gloria de alcanzar una cumbre sólo accesible a los más capaces y más atrevidos. Aquella montaña, elevada sobre todas las montañas, no está reservada, como premio, al esfuerzo de unos pocos, sino que está llamada a ser, por gracia, lugar de encuentro para todos. ¿Qué tiene aquella montaña para que a todos atraiga? ¿Por qué unos a otros se animan a subir? Suben porque allí tiene su cátedra el Señor, y “él los instruirá en sus caminos”; suben porque tienen hambre y sed de justicia y de paz, y de allí “saldrá la ley del Señor”; suben porque buscan la sabiduría, y de allí saldrá “la palabra del Señor”; suben porque buscan ser iluminados, y allí habita “la luz del Señor”. ¡Suben y cantan!  “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Si sabes por qué suben, ya sabes por qué cantan.

Pero también nosotros hemos entonado el canto de los que suben a la montaña del Señor, y lo hicimos con la alegría multiplicada de quienes ya han sido iluminados por la luz de Dios.

Mientras escuchabais la palabra del profeta Isaías, los ojos de la fe se volvían a Cristo Jesús, y veíais ya cumplido lo que el profeta entonces había anunciado. En Cristo Jesús, Dios ha querido ser nuestro Maestro. Subiendo por la fe hasta Cristo Jesús, nos hicimos discípulos de Dios. De Cristo ha salido para nosotros la ley del amor, él es la Palabra de Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su tienda entre nosotros, él es la luz que ilumina a todo hombre.

Hoy subimos hasta Cristo en la asamblea eucarística, subimos para escuchar su palabra y comulgar con su Cuerpo la paz y la justicia, la gracia y la santidad. Y mientras subimos, cantamos, pues es cierta nuestra esperanza, y es muy hermoso y deseable lo que esperamos. “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

Hoy comenzamos a recorrer el camino que lleva a la celebración festiva de la santa Navidad. Sólo los pobres se ponen en camino. Sólo los pobres esperan una Navidad verdadera. Sólo para los pobres será verdadera la Navidad. Nos ponemos en camino y cantamos, porque el Señor vendrá y nos salvará. “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

Y porque sabemos que es cierta la venida del Señor, sabemos que es necesaria nuestra atención a su llegada.

Es necesario velar, porque “a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”. Es necesario velar, pues él viene hoy para ser escuchado, viene hoy para ser comulgado, viene cada día como pobre entre los pobres para ser acogido. Es necesario velar, pues él viene a nosotros en este tiempo de gracia de la eucaristía que celebramos, vendrá a nosotros en el tiempo de gracia de la Navidad que esperamos celebrar, vendrá a nosotros como misericordia y salvación en el día glorioso de su justicia.

Es necesario velar, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. ¿Y cómo hemos de velar? Fijaos en lo que dice el apóstol: “La noche está avanzada, el día se echa encima; dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”. Si permanecemos en la fe, la esperanza y el amor, estamos siempre en vela. Dejarán de velar quienes dejen de amar.

¡Ven, Señor Jesús!

Somos ya lo que esperamos ser:

Queridos: En este domingo, en el que la palabra de Dios nos acerca al misterio de la resurrección de los muertos, no esperéis de mí una reflexión sobre la naturaleza de este acontecimiento salvador o el significado que puede tener para cada uno de nosotros y para la comunidad eclesial. Sólo pretendo que podamos decir con verdad: “Creo en la resurrección de los muertos”, de modo que esta fe, no sea una ilusión proyectada sobre un futuro incierto, sino una luz que, iluminando el presente, nos ayude a discernir en cada circunstancia de la vida lo que es justo, lo que es bueno, lo que es verdadero, lo que es santo.

Cuando digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, en realidad estoy confesando el poder creador de Dios, la libertad de su amor infinito, la fidelidad del Rey del universo a su palabra, a sus promesas, a su alianza.

Cuando digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, confieso que el Señor se ha comprometido conmigo para librarme de la opresión del pecado y de mi servidumbre a la muerte.

Cuando digo: “Creo en la resurrección de los muertos”, todo mi ser confiesa que mi Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.

Y porque he confesado lo que creo, he puesto sobre roca firme el fundamento de la esperanza, y puedo decir con verdad, como aquellos siete hermanos a quienes un rey inicuo amenaza con la muerte: Dios mismo nos resucitará; de él recibiremos multiplicado lo que en la vida nosotros le entregamos; de él recobraremos lo que ahora con violencia un rey malvado nos pueda arrebatar. Y porque confesamos lo que creemos, y esperamos lo que la fe nos promete, de la fe y la esperanza recibiremos la fuerza que necesitamos para guardar con fidelidad la ley del Señor.

Nosotros decimos: “Creo en la resurrección de los muertos”. Y es como si en el corazón de cada uno se hallase recogida toda la esperanza del salmista: “Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor”. En realidad, aquel “creo en la resurrección de los muertos”, es nuestro modo de decir: “al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor”.

Contemplad ahora, queridos, al salmista, a los siete hermanos que mueren por su fidelidad a la ley del Señor, a Jesús de Nazaret que está llegando al final de su éxodo de este mundo al Padre, y poned en el corazón y en los labios de cada uno de ellos las palabras del salmo con el que hemos orado, y sacad a la luz los tesoros de fe, esperanza y amor que cada corazón encierra.

“Escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, a la sombra de tus alas escóndeme”. Para el salmista, para los mártires, para Jesús, también para nosotros, ¡cuánta tensión y cuánta paz!, ¡qué cerca la muerte y qué cierta la vida! En verdad, Dios “nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza”.

“Al despertar, me saciaré de tu semblante”, dice el salmista, el inocente injustamente acusado, que acude al tribunal de Dios, justo juez, y espera que en la mañana será admitido a su presencia. “Al despertar, me saciaré de tu semblante”, dicen los mártires, los fieles del Señor dispuestos a morir antes que quebrantar su ley y su alianza, pues para ellos habrá una mañana de Dios en la que despertarán de la muerte a la vida, y recibirán de la justicia divina lo que les ha arrebatado la injusticia de los malvados. “Al despertar, me saciaré de tu semblante”, dice Jesús de Nazaret, el inocente crucificado, y lo dice con palabras de Hijo que, sufriendo, aprende

la perfección de la obediencia y la esperanza: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.

“Al despertar, me saciaré de tu semblante”, decimos nosotros, y nuestra vida se ilumina entera con la luz de Cristo resucitado, y volvemos los ojos y el corazón hacia esa mañana de Dios, en la que, resucitados con Cristo, despertaremos del sueño de la muerte y se manifestará, también en nosotros, la gloria del Señor.

Queridos, vosotros sois el pueblo de los que siguen a Cristo resucitado y esperan que amanezca el día en que resucitaréis con Cristo.

Mientras tanto, sois hombres y mujeres del domingo, que hacen comunión con Aquel a quien siguen, y en Él ya son, de modo misterioso y verdadero, lo que esperan ser.

¡Feliz espera! ¡Feliz domingo!

Y el Señor dijo que el cielo era de los pobres:

Hoy, la Iglesia que peregrina en la tierra, vuelve los ojos a la Iglesia del cielo, a la ciudad de los santos, para celebrar la gloria de sus hermanos, contemplar lo que espera alcanzar, y unir a la alabanza de Dios que resuena en las moradas eternas el canto de alabanza que resuena festivo en la asamblea eucarística.

La fiesta de Todos los Santos remite al cielo: a la dicha que es Dios, al consuelo que viene de él, a la tierra nueva que él ha preparado para sus hijos.

Remite al cielo, pero no nos aparta de esta tierra nuestra, del tiempo que nos ha tocado vivir, pues aquella dicha, aquella consolación, aquella tierra, aquella herencia, aquel reino, son para los pobres: para los que ahora lloran, para los que aquí son sufridos, para los que en esta tierra tienen hambre, los que han hecho de la misericordia su forma de vida, los que tienen corazón de niño y se han puesto a la tarea de construir la paz.

En la Eucaristía, en la palabra de Dios que escuchamos, en el Cuerpo de Cristo que recibimos, se unen el cielo que esperamos y la tierra en la que caminamos. Hoy, en el misterio de nuestra celebración, el reino de los cielos y los pobres se abrazan, el consuelo divino y las lágrimas humanas se besan. Hoy, en la comunidad eclesial, los hambrientos se sientan gozosos a la mesa que Dios ha preparado para ellos.

El cielo es de los pobres. La Eucaristía también. La Iglesia también.

Feliz domingo.

Por la fe, subimos al templo que es Cristo Jesús:

En la asamblea litúrgica vuelven a resonar con fuerza los gritos del pobre. La palabra de Dios recuerda a algunos por el nombre común de sus pobrezas: el oprimido, el humilde, el atribulado, el abatido, el afligido, el huérfano, la viuda. Nosotros conocemos otros indicativos comunes para los pobres de nuestro tiempo: hombres y mujeres sin libertad, sin trabajo digno, sin paz y sin justicia; huérfanos, no sólo de su padre o de su madre, sino también de su tierra, su cultura, sus tradiciones, su vida; viudas de marido y de pan, de respeto y solidaridad.

No, no hace falta que el pobre grite delante del Señor –muchos no sabrán hacerlo, muchos no tendrán siquiera la fuerza necesaria para hacerlo-; aunque su voz no sea más que un murmullo, ese murmullo es un grito para Dios; aunque su queja se pronuncie sólo en el secreto del corazón, esa queja resuena como un trueno en el corazón de Dios; aunque el pobre no encuentre palabras para una súplica ni fuerzas para una queja, sus penas son palabra y queja y grito que atraviesa las nubes y no descansa hasta alcanzar a Dios.

 Domingo a domingo, la palabra de Dios nos enfrenta con el misterio de la pobreza del hombre.

Hay una pobreza atroz, la del desvalido, del oprimido, del hambriento, del cautivo. Es la pobreza de tantos hermanos y, por eso mismo, es la pobreza de nuestra propia carne, y en la oración nos hemos identificado con ellos: ¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Hasta cuándo gritaré sin que me salves? El Señor se enfrenta contra los que compran por dinero al pobre; el Señor levanta del polvo al desvalido; el Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos. Enfrentarse al opresor, levantar al oprimido, hacer justicia, un día el Señor lo hará sin nosotros, en un juicio definitivo. Ahora, en este tiempo nuestro, lo hace con nosotros, con nuestra voz, con nuestras manos, con nuestra razón y nuestro corazón, con nuestro pan y nuestra solidaridad.

No hace mucho tiempo, el relato de la curación de Naamán el sirio y de los diez leprosos que salieron al encuentro de Jesús en aquel pueblo entre Samaria y Galilea, nos acercó al misterio de nuestra propia lepra y, al mismo tiempo, nos desveló el misterio de la santidad de Dios derramada sobre nuestra vida, justicia de Dios revelada a las naciones, luz de Dios iluminando nuestra oscuridad, vida de Dios irrumpiendo en los dominios de la muerte.

Hoy, la palabra de Dios nos lleva de la mano a entrar en el abismo de esa pobreza que es nuestro pecado. Nosotros somos el publicano que sube al templo a orar y a quien el Señor escucha. Por la fe, hoy subimos al templo que es Cristo Jesús, y allí no podemos presumir de nuestras obras, pues Cristo Jesús murió por nosotros, y todo en ese templo –manos, pies y costado, mirada y corazón- todo nos recuerda que somos pecadores. Por la fe, subimos al templo que es Cristo Jesús, e iluminados por su luz, nos reconocemos pecadores y confesamos que nuestras obras justas son como un paño inmundo. Por la fe, subimos al templo que es Cristo Jesús,, y en Cristo, nosotros, ladrones porque nos hemos apropiado de los dones de Dios, injustos porque no le hemos dado la gloria que le corresponde, adúlteros porque hemos negado su amor, no nos atrevemos ni a levantar los ojos al cielo, y sólo nos golpeamos el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.

Ahora recuerda la palabra del salmista: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha”. Recuerda y acércate, recuerda y entra en el templo, recuerda y comulga. Y resonará en tu corazón el eco de las palabras de Jesús: “Éstebajó a su casa justificado”.

No presumimos de nuestras obras de justicia, sino de la justicia que recibimos en el templo que es Cristo, porque “Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación de suave olor”.

Entra en el templo que es Cristo, en el templo confiesa humilde tu injusticia y acoge agradecido su justicia, y, en el templo y en tu casa, ama a quien así te amó y entrégate por entero a quien por ti enteramente se entregó. Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

“Orar siempre y sin desanimarse”

Para acercarnos al misterio de la palabra proclamada en este domingo, nos ayudará recordar que Jesús se está acercando a Jerusalén, al lugar de su tránsito, al tiempo de su pasión, a la hora de su muerte.

Esta composición de lugar nos permite situar en un contexto adecuado la instrucción del Señor acerca de la perseverancia en la oración: “Orar siempre y sin desanimarse”.

Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñase a orar, él les enseñó palabras esenciales para dirigirse al Padre del cielo: Padre nuestro, santificado sea tu nombre…

Entonces no era necesario hablar de perseverancia en la oración, pues Dios es siempre nuestro Padre, su nombre ha de ser siempre santificado, la venida de su reino ha de ser siempre deseada, lo mismo que siempre deseamos ver cumplida su voluntad: Si permanecemos en la fe, perseveramos en la oración.

Cuando en el evangelio nos encontramos con aquella oración de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”, tampoco allí se habla de perseverancia en la oración, pues toda exclamación agradecida, también la de Jesús, tiene su tiempo, como lo tienen la alegría de la fiesta, el asombro ante algo que nos sorprende, el entusiasmo nacido de la admiración. Admiración, sorpresa y fiesta son realidades enmarcadas en tiempos cuya naturaleza no pide la perseverancia o la permanencia, sino sólo la repetición, posiblemente periódica y frecuente.

¿Por qué ahora Jesús nos explica cómo tenemos que orar siempre y sin desanimarnos?

Pienso que lo hace porque algunas circunstancias, dentro del discípulo y a su alrededor, lo están empujando a no orar, a no pedir, porque ya antes lo indujeron a no esperar, a no confiar, a no creer…

Jerusalén está cerca, está muy cerca el escándalo de la cruz, muy cerca la huida y el miedo y la tristeza. Ahora es necesario hablar de perseverancia, porque el adversario se ha hecho fuerte, los pobres necesitan justicia, y la oración de los elegidos de Dios es un grito que resuena en el cielo día y noche.  Ahora es necesario hablar de perseverancia, porque el pueblo de Dios está amenazado en su propia existencia, porque se ha hecho necesaria la lucha, y ésta va a ser, no sólo prolongada en el tiempo, sino también perturbada con inquietantes alternativas de victoria y de derrota. Ahora es necesario hablar de perseverancia, porque las manos del orante se han hecho pesadas, y es tarea penosa mantener en alto los brazos.

Levanto mis ojos a los montes, levanto mis manos a lo alto, levanto mi corazón hasta el Padre, hasta el Señor que hizo el cielo y la tierra. Con el salmista hemos confesado la fidelidad del Señor: “El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha… el Señor guarda tu alma ahora y por siempre”; si confesamos siempre la fidelidad del Señor, oramos siempre; y si oramos siempre, confesamos siempre su fidelidad. Y así, mientras nuestra fe confiesa que él está siempre a nuestro lado, nosotros nunca nos desanimamos. Con Jesús, escuchando su palabra y comulgando su cuerpo, deseamos perseverar hasta el fin en la oración de la fe, prolongar en nuestra vida la entrega de su obediencia, comulgar, junto con su palabra y su cuerpo, su abandono filial en las manos del Padre: Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya… Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen… Padre, a tus manos encomiendo mi vida

Ahora ya sabemos por qué se nos habla de la perseverancia en la oración: Porque necesitamos auxilio, porque la injusticia nos rodea, porque la muerte nos acecha, porque el peligro se ha hecho tan cercano que la oración se nos ha vuelto un grito que dura día y noche.

Ahora en nuestro corazón resuena la voz del Espíritu, las palabras del salmista, la confianza del Hijo: Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia

Mientras creemos, oramos; si perseveramos en la esperanza, perseveramos en la oración; si por la fe, la esperanza y el amor permanecemos en la palabra de la Escritura que hemos aprendido y en la comunión con el cuerpo del Señor que se nos ha confiado, también permanecerá en nosotros la oración del Señor, la verdad de su entrega, su obediencia filial.

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

¡Si tuvieseis fe!

Queridos: Cada domingo nos reunimos para celebrar la pascua del Señor, porque la fe nos mueve y nos convoca.

Cada domingo se proclama en nuestra asamblea la palabra del Señor, y la fe le abre las puertas de nuestra vida para que la guardemos en el corazón y la cumplamos.

Cada domingo nos entregamos con Cristo sobre el altar de su obediencia filial, porque la fe nos une al Hijo de Dios en el misterio inefable de su entrega.

Cada domingo se nos ofrece en comunión el Cuerpo del Señor, ¡y es la fe quien nos acerca a la mesa de este sagrado banquete!: Por la fe recibo al que se me entrega y me entrego a aquel a quien recibo.

Si nuestro domingo no estuviese iluminado por la fe, nuestra vida no quedaría iluminada por el domingo. Podemos identificarnos como hombres y mujeres del domingo, sólo si somos hombres y mujeres de fe.

Hoy, sin embargo, la palabra de Dios nos invita a adentrarnos en el mundo de la fe como si no la tuviésemos.

En efecto, habéis oído decir: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza”. Y nosotros –urgidos por la vida, apremiados por la violencia- con sencillez y firmeza propias de la fe, interrogamos a Dios sobre su fidelidad:¿Hasta cuándo? ¿Por qué?…

Si escuchas la voz de Abel, oirás el grito de su sangre que llega a Dios desde la tierra.  Lo oyes, lo reconoces y sabes que ese grito, el de tu hermano, es el grito de tu propia sangre, y por eso hoy, con toda verdad, con la misma fuerza de la sangre de Abel, eres tú quien pregunta a tu Dios: ¿Hasta cuándo? ¿Por qué?... Y la palabra de la revelación te recuerda que Abel, tu hermano,por la fe ofreció un sacrificio superior al de Caín,  por la fe recibió de Dios testimonio de su rectitud, por la fe, estando muerto, habla todavía (cf. Heb 11, 4).

Hoy has escuchado la voz del profeta: ¿Hasta cuándo? ¿Por qué?…  En realidad, era el grito de su pueblo lo que acabas de oír, era la voz de sus hermanos, la voz de tus hermanos, ahora también tu propia voz: ¿Hasta cuando, Señor, pediré auxilio sin que me escuches; te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? Y la palabra de la revelación te recuerda: “El justo vivirá por su fe”.

Escucha la voz de Jesús de Nazaret: “Mi alma está triste hasta el punto de morir… ¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú” (Mc 14, 34. 36). “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34).  Es la voz del Hijo eterno de Dios que ha querido hacerse Hijo del Hombre, y por eso mismo, es la voz de la humanidad entera: Es la voz del que no tiene un techo que le cobije, del que no tiene una familia que le acoja, del que no tiene un trabajo que, con el pan, le dé dignidad y libertad. Es la voz del discapacitado, del marginado, del despreciado, del olvidado, del expoliado, del oprimido. Es la voz del refugiado, del emigrante. Es la voz del hombre, es también tu voz. Y la palabra de la revelación nos recuerda, también hoy, la luz que ilumina la mañana del primer domingo: “No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado –el discapacitado, el marginado, el despreciado, el olvidado, el expoliado, el oprimido, el refugiado, el emigrante-. Ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6).

Nosotros hemos preguntado: “¿Hasta cuando gritaré, sin que me salves? Y el salmista, con la sabiduría de la fe, nos ha invitado a cantos de victoria: “Demos vítores a la Roca que nos salva”.

Nosotros hemos preguntado: “¿Hasta cuando gritaré, sin que me salves? Y la palabra del Señor, con la certeza de su promesa, nos ha fundamentado en la esperanza: “Vive con fe y amor cristiano”; y, al mismo tiempo,  nos ha amonestado: “no endurezcáis el corazón, porque el Señor es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo”.

Nosotros hemos preguntado: “¿Hasta cuando gritaré, sin que me salves? Y el Señor, siempre fiel, nos invita a fijar la mirada de la fe en Cristo Jesús: Su nombre es «El Señor es salvador». Su palabra es luz que nos ilumina. Su Cuerpo es medicina de inmortalidad para nuestras heridas. Su amor es nuestra justicia. Jesús es todo lo que el Padre Dios nos puede dar, y es más, mucho más, de lo que nosotros nunca pudiéramos  pedir ni imaginar.

Vive con fe, hermano mío, porque tu fe, aunque pequeña como un granito de mostaza, tiene la fuerza de plantar en el mar desgracias y trabajos, violencias y catástrofes, luchas y contiendas.

Vive con fe, porque el Señor es tu Dios, todo está en su poder, y su fidelidad es eterna.

Vive con fe, y no olvides, aunque sometido a prueba, lo que en esta misma Eucaristía puedes experimentar: “¡Bueno es el Señor para el que espera en él, para el alma que lo busca!”. Tú le buscas, y encuentras al que desde siempre te buscaba. Tú le llamas, y responde el que desde siempre te llamaba. Tú esperas en él, y en Cristo se te ofrece toda la bondad de Dios.

Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

El Señor alza de la basura al pobre:

La liturgia de la palabra de este domingo, al decir: “alabad al Señor, que ensalza al pobre”, señala cuál es el aspecto fundamental de la experiencia de fe que nos disponemos a vivir en la Eucaristía, pues somos hoy el pobre que el Señor enaltece, somos el pueblo que alaba al Señor.

La alabanza que la comunidad de los fieles ofrece a su Señor nace de la memoria que hacemos de sus obras a favor de los pobres. Conviene, pues, que recordemos con fe lo que el Señor ha hecho, para que podamos alabar con verdad su santo nombre.

De él dice el Salmista: “El Señor se eleva sobre todos los pueblos”. No hay a su lado otro Dios, nadie hay que se le pueda comparar, no hay pueblo alguno que se substraiga a su poder soberano, no hay lugar alguno donde no brille su gloria. Si lo contemplamos sentado en su trono, nos sobrecoge la majestad de la dignidad real. Si a la luz de la fe seguimos su mirada, vemos que él, el Altísimo, se fija en el humilde y en el abatido, para levantar del polvo al desvalido y alzar de la basura al pobre.

Recordad las palabras del Señor a Moisés, cuando le habló desde la zarza ardiente: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel”. He visto, he oído, me he fijado, he bajado. Y son aquellos pobres, que han experimentado la fuerza salvadora del brazo del Señor, los que cantan para él un cántico que es nuevo, porque nuevo es el conocimiento que han adquirido de su Dios: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria… mi fuerza y mi poder es el Señor, el fue mi salvación. Él es mi Dios, yo lo alabaré, el Dios de mis padres, yo lo ensalzaré”.

Recordad también la pobreza de Ana, sus lágrimas, su aflicción, la amargura de su alma derramada en palabras de fe delante del Señor: “Señor de los ejércitos, si te fijas en la humillación de tu sierva y te acuerdas de mí, si no te olvidas de tu sierva y le das a tu sierva un hijo varón, se lo entrego al Señor de por vida”. El Señor se fijó y se acordó, y Ana concibió y dio a luz un hijo. Y ella, que había derramado delante del Señor la oración de su amargura lamentando su humillación, derramará delante de él la oración de su alegría celebrando su salvación.

Recordad la pobreza de la Virgen María, mujer a quien llamamos dichosa porque ha creído, mujer a quien reconocemos bendita entre todas las mujeres. El Señor se ha fijado en la pequeñez de su esclava, el Poderoso ha hecho obras grandes por ella, y ella proclama la grandeza del Señor, su espíritu se alegra en Dios su salvador, porque la misericordia del que es santo llega a sus fieles de generación en generación.

Y ahora volvamos los ojos a nuestra pobreza, nuestras lágrimas, nuestra humillación, nuestra esclavitud, nuestra esterilidad, nuestra pequeñez, y contemplemos, a la luz de la fe, de qué modo el Señor nos ha visitado, cómo se ha fijado en nosotros, cómo se ha abajado hasta nosotros, y hallaréis que “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo… se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz”. Se abajó naciendo pobre para levantar al desvalido y alzar de la basura a los pobres. Él se abajó hasta la muerte para que los muertos alcanzásemos su vida. En verdad, no sólo se nos concede contemplar misterios que pertenecen al pasado de la Historia de la Salvación, sino que contemplamos también cómo hoy nos visita nuestro Dios, y se fija en nosotros, y se abaja hasta nosotros, humilde y pequeño como el pan de nuestras mesas. Dios nos visita en Cristo, nos mira con los ojos de su Hijo, nos abraza en su Hijo, nos salva por Cristo Jesús.

Los que hemos experimentado, como pobres, la gracia de Dios sobre nuestras vidas, somos llamados a imitar lo que hemos conocido. Nosotros, como el Señor, somos llamados a fijarnos en el humilde, a oír el grito de los oprimidos, a bajar hasta su necesidad para remediarla. Como el Señor, somos llamados a seguirle por el camino que lleva a compartir la condición y la vida de los humildes. Como el Señor, somos llamados a dar la vida  por sus pobres. Para nosotros se dice hoy la palabra de Jesús: “Ganaos amigos con el dinero injusto, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas”. Que los pobres reciban de vuestras manos la salvación de Dios, de modo que, por vosotros, también ellos conozcan la bondad del Señor y le alaben.

Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger