«Ven, Señor Jesús»

Cada día, al comenzar la oración de la Liturgia de las Horas, la comunidad eclesial repite una súplica apremiante: Dios mío, ven en mi auxilio. Al decir, “ven”, el orante bíblico pedía la irrupción de la divinidad en su historia, en su contexto vital.

Sobre el hombre vienen, sin que él los llame, el temor y el terror, la desgracia, el sufrimiento y la muerte. De ahí la apelación del creyente al Dios de su vida: “Ven, date prisa en socorrerme”. Con Dios vendrá la misericordia y la compasión, la luz y la alegría, el auxilio y la liberación, el juicio y la salvación. Si él viene, vendrán todas las naciones; él las reunirá; vendrán para ver la gloria del Señor.

Habéis oído lo que dice el Señor: “Yo vendré para reunir a las naciones”. Mientras lo oíais, evocabais el misterio de la encarnación, por el que Dios ha visitado y redimido a su pueblo; recordabais la vida de Jesús de Nazaret, enviado por el Padre a las ovejas perdidas de la casa de Israel; pensasteis en la entrega del Señor, en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo Jesús, de quien el evangelista Juan dice que “murió para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Mientras oíais la palabra del Señor que decía “Yo vendré”, hacíais memoria de su venida a vuestra vida. Él os visitó en el bautismo para hacer de vosotros criaturas nuevas, una humanidad nueva de la que Cristo era el Primogénito, el primero de muchos hermanos. Él os visitó para ungir vuestro cuerpo y vuestro espíritu con óleo de alegría y hacer de vosotros los “ungidos-cristos de la nueva alianza”, un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. El que había dicho: “Yo vendré”, os visitó con la unción de su Espíritu Santo para enviaros a evangelizar a los pobres. El que había dicho: “Yo vendré”, viene hoy a nuestra vida, nos visita con su palabra en esta celebración eucarística, nos visita con su Hijo, a quien acogemos por la fe cuando acogemos, escuchando, la palabra de Dios y cuando acogemos, comulgando, el cuerpo y la sangre del Señor.

El que había dicho: “Yo vendré”, dijo también: “Las naciones vendrán”. Y os contáis a vosotros entre los que el Señor ha convocado de entre todas las gentes, para que fueseis su Iglesia una, su Iglesia sin fronteras, su Iglesia católica, el pueblo de su heredad, la asamblea convocada por la fuerza de su gracia, por la fidelidad del Señor a sus promesas, por la misericordia del que es misericordia. Él dijo: “Las naciones vendrán”, y vosotros habéis venido, habéis acudido hoy a la casa del Señor, al banquete de bodas del cordero, a la cena pascual de la Nueva Alianza, a la presencia del que os ha llamado porque es fiel.

Habéis oído la palabra de Dios, y vuestro corazón se llenó de gozo por lo que ya contempláis cumplido en la Historia de la Salvación, en la vida de vuestra comunidad de fe, y en la vida de cada uno de vosotros.

Sin embargo, también halláis en vuestro corazón, junto con la certeza de la esperanza en los bienes que el Señor os tiene reservados, la nostalgia de la manifestación definitiva de la gloria de Cristo nuestro salvador. Pues, siendo mucho lo que la fe nos permite conocer y gozar como ya cumplido, es también mucho, muchísimo, lo que esperamos ver consumado en el futuro, en el último día, en el día de la manifestación gloriosa de Cristo Jesús. Por eso, agradecemos lo que hemos recibido, damos gracias por lo que se nos ha manifestado, confesamos nuestra fe en la última venida del Señor en su gloria, la preparamos con el ardor de la caridad y la fuerza de la oración.

En la historia, en el tiempo, en este tiempo nuestro, se está haciendo realidad ese sueño de Dios que el profeta Isaías nos contó con las palabras de su mensaje: la misericordia de Dios y su fidelidad alcanzan a todos los pueblos, y de todas las naciones llega hasta Dios un canto de alabanza. Es como si por todos los caminos de la casa del Padre estuviesen llegando, no un único hijo que se había perdido, sino caravanas ininterrumpidas de hijos, que vienen días tras día, llenan de alegría el corazón del Padre, y llenan de música la sala de su banquete de fiesta.

Vosotros, queridos, sois los mensajeros que él envía para convocar a los ausentes.  Con vosotros va el que os envía. Id al mundo entero, proclamad el Evangelio, llenad el mundo con la luz de Cristo, trabajad para que se llene de comensales la casa del Padre, llenad el cielo de alegría, adelantad con vuestra fe y vuestro amor la venida del Día del Señor, el cumplimiento pleno del “sueño de Dios”. ¡Ven, Señor Jesús! ¡Feliz domingo!

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

“La noche es tiempo de salvación”:

La palabra del Señor proclamada en la liturgia eucarística de este domingo remite de varias maneras a «la noche» como tiempo de realización de las promesas divinas, tiempo de salvación para los inocentes, tiempo de gloria para los elegidos, tiempo de gracia para que los fieles del Señor esperen en vela su llegada, la llegada de la misericordia, la llegada de la liberación.

La noche de la salvación es una noche habitada por hombres y mujeres de fe, que se han puesto en camino porque Dios los ha llamado y saben que su Dios es un Dios fiel.

En la noche de la salvación sólo hallaremos pobres con esperanza, hombres y mujeres que han conocido con certeza la promesa de su Señor.

En la noche de la salvación Dios ha puesto su palabra, su promesa, su fidelidad, su lealtad. Y el hombre se mueve en esa noche iluminado por la fe, animado por la esperanza, apoyado en el amor de su Señor, que es para sus fieles auxilio y escudo.

Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, obedeció Abrahán a la llamada del Señor y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Abrahán se hizo peregrino en la noche, porque la fe en su Dios le dio la certeza de que llegaría un día en que él, Abrahán, anciano y sin descendencia, ya no sería capaz de contar el número de sus hijos, como ahora, en la noche, no era capaz de contar el número de las estrellas.

Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, velaron los hijos de Israel, aguardando el paso del Señor; velaron con la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano. Porque creyeron, velaron; porque creyeron, rociaron con sangre las jambas y el dintel de la casa; porque creyeron, comieron a toda prisa la pascua del Señor; porque conocieron con certeza la promesa de que se fiaban, pasaron de la esclavitud a la libertad.

Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, veló y obedeció Cristo Jesús; porque creyó, él se entregó en su noche a la voluntad del Padre para beber el cáliz; porque esperó, él se entregó libremente a su pasión, para destruir la muerte y manifestar la resurrección; porque creyó y esperó y amó, él se entregó con el perdón a los que lo crucificaban, y con infinita misericordia a todos los que con su sangre él redimía. Porque creyó, esperó y amó, Cristo Jesús entregó su vida en las manos del Padre, y a nosotros nos entregó su Espíritu para que fuésemos hijos según el corazón de Dios.

Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, han de velar los discípulos de Jesús. Los discípulos velarán sin temor en la noche, porque esperan el día en que se manifestará el Reino que el Padre les ha dado. Los discípulos velarán en la noche, ceñida la cintura y encendidas las lámparas, esperando la última Pascua, la venida del Hijo del Hombre, la liberación definitiva de los hijos de Dios.

Queridos, hemos considerado hasta aquí algo de lo que la palabra de Dios nos dice acerca de la noche como tiempo de salvación; pero no hemos dicho nada de nuestra Eucaristía ni de nuestra asamblea.

La Eucaristía de la comunidad cristiana realiza –cumple- la palabra de Dios que hemos escuchado.

A la Eucaristía, como a los caminos de la noche de la salvación, vienen los pobres que esperan el Reino de Dios, los oprimidos que esperan justicia, los pacíficos que esperan la manifestación de los hijos de Dios. En verdad, este tiempo de gracia de nuestra Eucaristía se halla habitado por pobres con esperanza.

En este tiempo de gracia, el Señor hace brillar delante de su pueblo la luz de Cristo resucitado, columna de fuego divino que acompaña en todos los caminos de la vida la peregrinación de los redimidos. En esta Eucaristía, los hijos piadosos de un pueblo justo ofrecen a Dios el único sacrificio agradable a sus ojos, el sacrificio de Cristo Jesús, sacrificio de obediencia ofrecido en la vida y consumado en la muerte del Señor. En este tiempo de gracia, los creyentes aguardamos confiados y esperanzados y vigilantes la llegada del Señor, para abrirle apenas venga y llame. En esta Eucaristía, en la verdad de este admirable sacramento, nosotros somos aquellos siervos dichosos, a quienes el Señor, al llegar y encontrarnos en vela, se ciñe, nos hace sentar a la mesa, y nos va sirviendo, y es él mismo el que se nos entrega como pan de vida y bebida de salvación.

La Eucaristía que celebramos es siempre tiempo de salvación, noche de gracia, noche en la que el Señor fue entregado, noche en la él nos entregó su Cuerpo y su Sangre para el perdón de los pecados y para una alianza nueva y eterna con Dios.

La Eucaristía nos hace moradores de la noche de la salvación, peregrinos en los caminos de la fe, pues en la Eucaristía escuchamos la palabra que en la vida obedecemos; en la Eucaristía acogemos al Señor, de quien en la vida esperamos la llegada; y somos, en cada momento de nuestra vida, el pueblo que el Señor liberó en la Pascua sagrada, los siervos que el Señor sirvió en la santa comunión, los redimidos a quienes el Señor llamó para hacer con ellos una alianza de amor.

Este misterio de salvación que es la celebración eucarística y también nuestra vida, esta noche de gracia más luminosa que el día, anticipa en la experiencia sacramental el encuentro definitivo del Señor con su pueblo: “Dichoso el criado a quien su amo al llegar lo encuentre cumpliendo con su tarea… Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá”. Grande, muy grande es el don que recibimos. Grande, muy grande es la responsabilidad que asumimos. ¡Estad preparados!

¡Feliz domingo!

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

“Padre nuestro”:

Él no es sólo tu prójimo, el de una humanidad que sufre abandonada al borde del camino; él no es sólo tu casa, la de una humanidad que permaneciendo en el amor permanece en Dios; él es también tu Padre, el de una humanidad de hijos de Dios, que por ser nacidos de ese único Padre, son todos ellos hermanos entre sí.

La liturgia de este domingo supone que conoces tu condición filial y sabes de qué amor has nacido, qué Espíritu has recibido, qué vida se te ha comunicado. Por eso te invita a discernir deseos y palabras para tiempos de encuentro con tu Padre del cielo en la intimidad familiar.

Tú dices “Padre”, y, si lo dices con verdad, lo dices confiado y atrevido, lo dices con gozo, lo dices en la certeza de la esperanza y en la paz.

El salmista aquietaba todo deseo en la plenitud que es Dios: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre”. Tú, acogido al amparo de la misma plenitud, avivas en el encuentro tus ansias, y, con el fuego de un deseo que te consume, pides: “Santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad”.

Tú dices “Padre”, y todo tu ser se remansa en la fe, porque “Dios ha enviado a tu corazón el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!

Tú dices “Padre nuestro”, y aunque lo digas desde la singularidad personal, si lo dices con verdad, hallarás tu soledad poblada de hermanos, y tu corazón será casa abierta para la humanidad entera.

Entra ahora en el misterio de la eucaristía que celebras, de la comunión que haces. La fe te dice que comulgas con Cristo cabeza de la Iglesia; que comulgas con la Iglesia cuerpo de Cristo; que comulgas con “los hombres que Dios ama”, para ser con todos un pueblo “unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Entra en el misterio de ese pueblo, de ese cuerpo único, y escucha cómo resuena en ese templo de piedras vivas el eco de la oración común –la tuya, la de la Iglesia, la de la humanidad, la oración de Cristo Jesús-: “¡Abbá, Padre!” “¡Padre nuestro!”

Las palabras de tu invocación envuelven en el amor del Padre lo que deseas, lo que pides, lo que buscas, lo que necesitas para acoger en la noche a tu amigo. Y con esas mismas palabras reconoces ya otorgado lo que de tu Padre del cielo esperabas recibir.

Feliz domingo, Iglesia cuerpo de Cristo, comunidad de hijos de Dios.

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

“Estoy a la puerta llamando”

Queridos, la palabra del Señor proclamada este domingo en nuestra asamblea litúrgica invita a considerar el misterio de nuestra relación con Dios bajo las formas venerables y casi sagradas de la hospitalidad o buena acogida y recibimiento que se hace a quien nos visita.

Cuando se habla de hospitalidad, casa y mesa son elementos especialmente significativos para expresar lo que hay en el corazón de quien acoge y recibe, con relación a aquel o aquellos que son acogidos y recibidos.

Con razón nos asombramos de lo que el patriarca Abrahán vivió aquel día a la puerta de su tienda. Nos asombramos, no tanto porque él acogió a Dios, sino porque Dios le acogió a él. Nos asombramos, no tanto por lo que el patriarca ha podido preparar para Dios, sino por lo que Dios ha querido preparar para el patriarca. Abrahán vio tres hombres en pie frente a él, corrió a su encuentro, se prosternó en tierra, y dijo: Señor, no pases de largo. Tomó cuajada y leche y el ternero guisado, y se lo sirvió y ellos comieron. El Señor se apareció a Abrahán, se sentó bajo el árbol, y allí, bajo el árbol, le ofreció a Abrahán la promesa de un hijo.

Pero ya te habrás dado cuenta de que hoy, mientras recuerdas el encuentro de Dios con su siervo Abrahán, en realidad eres tú quien en la comunidad eclesial ofreces hospitalidad a tu Dios, y eres tú el que gozas en la comunidad eclesial de la hospitalidad de tu Dios. Hoy eres tú el que ves a tus hermanos en pie frente a ti y corres a su encuentro y te postras para decirle a tu Señor: no pases de largo junto a tu siervo. Hoy eres tú quien preparas para tu Señor tu pan y tu vino, la ofrenda generosa de tus cosas y de tu vida, y te pones de pie bajo el árbol de la cruz, mientras el Señor acepta tu ofrenda. Hoy eres tú quien recibes de tu Señor, no ya la promesa de un hijo, sino el don del Hijo de Dios, y con ese Hijo recibes de tu Dios toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Queridos: la fe nos ha permitido ver en el relato del libro del Génesis una anticipación misteriosa de nuestro encuentro dominical con el Señor; ahora, la misma fe nos permite ver en el relato evangélico de este domingo el anuncio profético de lo que nosotros vivimos en nuestra asamblea eucarística. El mensaje que nos deja el evangelio de este domingo, no es que un día Jesús fue bien acogido en casa de una mujer llamada Marta, y que allí esta mujer lo sirvió con generosidad, mientras su hermana María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra en actitud de discípulo. El mensaje que nos deja el evangelio es que hoy el Señor entra en esa aldea, en esa casa, que es la asamblea eucarística de la comunidad cristiana; el Señor entra hoy en la Iglesia, y la Iglesia lo acoge y se pone a servirlo, incluso con el exceso de las muchas cosas y de las muchas preocupaciones; y la Iglesia lo escucha, sentada a los pies de su Maestro, sentada en actitud de discípulo, atenta a la palabra que le desvela el misterio del Reino de Dios.

Cuando nuestra fe reconoce la presencia del Señor en nuestra casa, nada tienen de extraño las prisas por ofrecerle lo mejor que tenemos, nada tienen de extraño los deseos de sentarnos a sus pies para escucharle. Cuando nuestra fe reconoce la presencia del Señor en nuestra casa, a él le ofrecemos lo mejor de nuestra pobreza y de él recibimos lo que es propio de su riqueza. Cuando nuestra fe reconoce la presencia del Señor en nuestra casa, a él le hacemos huésped de nuestra humilde asamblea, y él nos hace huéspedes de la casa de Dios y herederos de su gloria.

Señor, ¿cómo puedo hospedarte en mi casa? Señor ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Pues sé que tú me recibes en tu tienda si yo te recibo en mi casa. Dame fe para que te escuche en tu palabra. Dame fe para que te reciba en la Eucaristía. Dame fe para que te reconozca y te acoja en el emigrante, en el marginado, en el enfermo, en el pobre. Dame fe para que corra a tu encuentro en todos ellos, y me postre ante ellos para pedirte con las palabras de Abrahán: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”. Dame fe para ver y corazón para suplicar, dame generosidad para ofrecer y amor para escuchar.

No habrá Iglesia verdadera donde no haya la fe humilde de Abrahán que suplica y agasaja con su hospitalidad; no habrá Iglesia verdadera donde no haya la fe de Marta que acoge a quien llega y dispone para él el necesario servicio; no habrá Iglesia verdadera donde no haya la fe de María que escucha con amor y escoge así la parte mejor, la Palabra de la que vivir, la Palabra que sale de la boca de Dios.

Aunque parezca una paradoja, los creyentes pedimos siempre la gracia de la fe, el aumento de la fe, y es como pedir que seamos creyentes de verdad, hombres y mujeres que en la Eucaristía y en la vida saben acoger a Cristo y escucharle, saben servir y amar, saben reconocer y agasajar a Cristo en los pobres y a los pobres en Cristo.

Si los pobres y Cristo son huéspedes de nuestra casa, si nos dejamos evangelizar por Cristo y por los pobres, nosotros seremos los bienaventurados que ya desde ahora habitamos en la casa del Señor, en la tienda de nuestro Dios.

Escucha lo que dice tu Señor: “Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos”. Escucha y abre.

Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger

“Anda, haz tú lo mismo”

Queridos, ante todo quiero invitaros a que guardéis en el corazón la palabra de Dios que acabáis de escuchar. En el corazón guardamos lo que amamos, lo que queremos preservar de la indiscreción, lo que mantenemos siempre disponible para la mirada interior. Guardad la palabra en el corazón.

Habréis observado que el relato evangélico está centrado todo él en torno a un personaje sin nombre, al que, en principio, nosotros llamaremos “prójimo”, porque, practicando la misericordia con un desconocido –con un lejano-, se portó con él como “prójimo suyo” –se hizo cercano a él, se le aproximó-.

Pero enseguida nos damos cuenta de que aquel hombre abandonado medio muerto y aquel prójimo suyo del relato evangélico, tienen para nosotros nombres muy concretos: el hombre herido soy yo –es cada uno de nosotros-, es esta comunidad que El Señor ha redimido; y mi prójimo –nuestro prójimo, el que se nos aproximó- es Cristo el Señor, y nosotros le llamamos Jesús.

Considerad cómo, en Cristo Jesús, Dios se acercó a sus pobres: a María, que no conocía varón; a José, que era justo; a los pastores, que velaban en la noche los rebaños; a Simeón y Ana, que vivían de esperanza; a leprosos, endemoniados, paralíticos, ciegos, sordos y mudos; a las ovejas descarriadas de la casa de Israel –que no eran los malos de Israel sino las víctimas del mal-.

Consideremos ahora cómo, en Cristo Jesús, Dios se acercó a nosotros: nos purificó, nos justificó, nos santificó en el bautismo; nos dio su Espíritu Santo, que habla con palabras de fuego; nos salvó por su gracia, nos vivificó juntamente con Cristo, con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús.

Lo podemos decir con verdad: “Somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús”.

Todo ello el apóstol nos lo ha resumido hoy de esta manera: Por él –por Cristo- quiso –Dios- reconciliar consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. “Reconciliar”, “hacer la paz”, es la forma concreta en que Dios, por Cristo, practicó la misericordia con nosotros, se ha acercado a nosotros, se nos ha hecho prójimo.

También es verdad que el mismo Señor que se hizo nuestro prójimo en Cristo, se había hecho cercano a su pueblo por medio de las palabras de la ley. Tan cercano estaba el Señor de su pueblo que éste podía escuchar su voz y volverse enteramente a él, convertirse al Señor con todo el corazón y con toda el alma. El mandato del Señor está tan cerca de su pueblo que éste lo lleva en su boca y en su corazón.

Dios, porque nos ama, se ha hecho nuestro prójimo dándonos su palabra inspirada y su palabra encarnada; Dios se ha hecho cercano a nosotros en Cristo Jesús, que es imagen visible de Dios invisible.

Cristo es la bondad de Dios que nos escucha, la fidelidad de Dios que nos ayuda, la compasión de Dios que se inclina sobre nuestras heridas para curarlas, la misericordia de Dios que nos levanta de nuestra postración y miseria. En Cristo Jesús, Dios es pastor que sale en busca de su oveja perdida; Dios es mujer que se afana en la búsqueda de su moneda extraviada; Dios es padre que hace fiesta por el hijo que estaba muerto y vuelve a la vida, estaba perdido y ha sido hallado.

En el evangelio de este día, junto a la revelación del amor por el que Dios se ha hecho nuestro prójimo, se nos revela también el mandato de Dios, que nos llama a hacernos, por el amor, prójimos de todos. Si Dios, en Cristo, practicó misericordia con nosotros, el mandato de Jesús dice: “Anda, haz tú lo mismo”. Haz tú lo mismo, hermano mío. Practica la misericordia y la compasión con todos los hombres y mujeres que haces prójimos tuyos por el amor que les tienes. Es el amor que les tienes el que te hace prójimo de ese hombre, esa mujer, que pueden tener una ideología distinta de la tuya, pueden tener un credo que en nada se parece al tuyo, pueden tener sentimientos enfrentados a los tuyos. El hombre a quien nuestro amor hace prójimo nuestro, puede representar para nosotros un peligro, una amenaza, puede que nos deje contagiados e impuros, puede que sea el más grande de nuestro enemigos; sin embargo, la ley del camino cristiano no reconoce excepciones: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.

Mi prójimo es aquel que yo acercaré a mí acercándome a él para vendarle las heridas, llevarlo conmigo y curarlo.

Feliz domingo.

De cristo y de los pobres

Celebramos la “solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo”.

Quiere ello decir que dedicamos un día del todo especial a la contemplación y adoración del sacramento que hace a la Iglesia, del alimento que la sostiene, de la medicina de inmortalidad que sanará la corrupción de nuestra muerte, de la prenda que se nos da de la gloria futura.

A gustar el misterio de este día puede ayudarnos la experiencia que, en el camino de la vida, cada uno de nosotros haya hecho de la dulzura del nombre de Jesús.

Aprendimos desde niños a pronunciarlo como nombre del amigo más entrañable. Con el tiempo, ese nombre se nos fue haciendo memoria de palabras que iluminan la vida, de autoridad que remedia pobrezas, de compasión que cura enfermedades; ese nombre nos habla de bienaventuranzas asombrosas, esperanza sin límites, gracia para los pecadores, recompensa para los justos; ese nombre dice siempre misericordia, quietud en la tempestad, amor hasta el extremo.

Cada uno de vosotros sabe –sólo cada uno de vosotros lo puede saber- qué le sugiere al propio corazón el nombre de Jesús. Y cada uno intuye que lo evocado cuando decimos Jesús, eso mismo es lo que encontramos misteriosamente, verdaderamente, realmente entregado en el admirable sacramento de la Eucaristía.

Hoy alabarás el nombre del Señor, y lo ensalzarás dándole gracias, pues si dices “Jesús”, lo encuentras en la Eucaristía; si pides ayuda, allí la recibes; si llamas al amado, es él mismo el que te abre la puerta de la celebración.

Si dices: «Jesús», dices un nombre que, siendo todo humano, evoca un mundo de maravillas que es todo de Dios.

Si dices: «Eucaristía», dices pan y vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, que al mismo tiempo velan y revelan realidades celestes, y son para tu fe el sello de la nueva y eterna alianza, son el cuerpo de la gloria, el cuerpo del amor divino, el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado.

Si dices: «Eucaristía», el miedo se desvanece en la libertad recobrada de los hijos de Dios, y la esperanza llena con su luz el corazón de los pobres.

¡Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo! He dicho: “un día para la contemplación y la adoración”. He de añadir: un día para la aceptación del don divino que es la vida eterna, un día para la comunión con la eternidad de Dios.

P.S.: Y no te olvides de los pobres, pues en ellos, como en la Eucaristía, es tu Señor quien sale a tu encuentro, es el Señor quien se te da mientras te pide, es el Señor quien te acude a ti mientras lo acudes, es el Señor el que te enriquece mientras te pide limosna. Adóralo en la Eucaristía, ámalo en los pobres, comulga con él en la Eucaristía y en los pobres.

Feliz día, Iglesia de Cristo y de los pobres. Feliz encuentro con tu Señor.

La Santísima Trinidad: misterio de Dios y de la Iglesia

Pudiera parecer que el de la Trinidad es misterio que concierne a Dios y sólo a Dios. Lo sugería el catecismo de mi infancia que, a la pregunta: “La Santísima Trinidad, ¿quién es?”, respondía: “Es el mismo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero”.

Sin embargo, ese misterio se nos ha revelado, no para que sepamos más acerca de Dios, sino para que conozcamos lo fundamental, lo esencial, lo que cuenta acerca de nosotros mismos.

Aprende a confesar ese misterio con palabras de la revelación: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

Lo que parece más de Dios, es al mismo tiempo lo más tuyo, pues tú eres el mundo que Dios ama, para ti es el Unigénito que Dios entrega, para ti es la vida eterna que Dios ofrece.

Con verdad podrás decir, mejor aún, puedes cantar con toda la comunidad eclesial: “Bendito sea Dios Padre, y su Hijo unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”.

Y también cantarás con el salmista: “Señor, dueño nuestro, ¡que admirable es tu nombre en toda la tierra!”

Podrás cantar la gloria de Dios contemplando el cielo y sus maravillas; pero lo harás sobre todo contemplando el cielo que Dios ha hecho de ti, ese prodigio de misericordia que es en la Trinidad santa cada uno de nosotros: “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”; porque “Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! Padre”; porque se os ha concedido la gracia del Hijo, el amor del Padre, la comunión del Espíritu Santo”; porque os unge, os habita, os mueve, os guía, os ilumina, os consuela, os empuja y os transforma en cuerpo de Cristo el Espíritu de Cristo; porque Dios ya no es Dios sin vosotros, porque vuestro nombre, lo que vosotros sois, ya se dirá siempre con el nombre de Dios, con lo que Dios es.

La eucaristía que celebras y recibes, Iglesia de Cristo, es el sacramento de tu pertenencia al misterio de la Santísima Trinidad. Comenzarás la celebración en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Luego pedirás al Padre que santifique con la efusión de su Espíritu los dones que has presentado delante de él; se lo pedirás para que esos dones y tú misma seáis transformados, por la fuerza del Espíritu, en cuerpo de Cristo. Así mismo, por Cristo, con Cristo y en Cristo, unirás tu oración de hoy al honor y a la gloria que por toda la eternidad el Hijo tributa al Padre, en la unidad del Espíritu Santo. Y cuando hayas recibido el pan santificado, la comunión sacramental irá diciendo a la mente y al sentido que el Hijo de Dios se ha hecho uno contigo, que tú te has hecho una sola cosa con Cristo Jesús, que os une el mismo Espíritu, y que en Cristo eres para Dios “Iglesia amada en el Hijo más amado”…

En verdad, el de la Trinidad es tu misterio, Iglesia cuerpo de Cristo.

Los pobres son El Señor

Lo dijo Jesús a sus discípulos: “Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros”. Y añadió: “El defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando lo que os he dicho”.

Ésa era la promesa que los discípulos vieron cumplida en el día de Pentecostés, cuando “se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”.

Y ése es el misterio que celebramos en este día de gracia: la efusión del Espíritu sobre la Iglesia; la unción sagrada de los que son enviados para que lleven la buena noticia a los pobres; una epifanía de lenguas de fuego sobre esos ungidos, sobre los enviados, para que su palabra ilumine las mentes y encienda los corazones de los fieles con la llama del amor.

Ése es el misterio por el que hoy bendices al Señor, por el que aclamas a tu Dios: “¡Dios mío, qué grande eres! ¡Cuántas son tus obras, Señor! La tierra está llena de tus criaturas”. Y tú le darás gloria por siempre, porque la tierra está llena de su gracia, de su sabiduría, de su luz, de su consuelo, de su Espíritu, de su presencia dulcemente acogedora, regazo de madre para el sosiego de tus pobres.

Ése es el misterio cuya belleza hace romper en tus labios la expresión del deseo: “Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra, manda tu luz desde el cielo, sana el corazón enfermo”.

Ése es también, Iglesia de Cristo, el misterio en el que, con insistencia de pobre, pides participar, pues si es cierto que están abiertas las fuentes del Espíritu para la humanidad entera, habrás de acercarte y beber, habrás de acoger al que pide entrar en la intimidad de tu casa. Por eso dices: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo. Ven, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Y ése es el misterio que verás cumplido en la eucaristía que celebras, pues de ti, como de los discípulos de Jesús, en ella se dirá con verdad: “Se llenaron de Espíritu Santo y hablaban de las maravillas de Dios”. Hoy te llenarás de Espíritu, pues habrás comulgado con la fuente de donde procede, y para siempre hablarás de las maravillas de Dios, porque ha hecho obras grandes en ti el que es Poderoso, cuyo nombre es santo.

Deja que el Espíritu te enseñe a decir: “Jesús”, y a decir “Señor”, y a decir “Jesús es el Señor”.

Si su Espíritu te enseña, “Jesús” será siempre el nombre de tu amado, nombre que, pronunciado, dirá ausencia y deseo, tal vez presencia y consuelo, puede que súplica y esperanza, puede que herida, puede que cielo.

Si te unge el Espíritu, “Jesús” será siempre el nombre que des a tus hermanos, el nombre de los pobres. Sólo si te unge el Espíritu podrás decir: “los pobres son el Señor”.

Conocemos el destino, conocemos el camino

La palabra de la revelación, asomándose al misterio de la Ascensión del Señor, lo expresa con imágenes que sugieren movimiento y elevación: “Lo vieron levantarse”; “Dios asciende entre aclamaciones”, “Cristo ha entrado en el mismo cielo”, “mientras los bendecía, iba subiendo al cielo”.

Lo que esas imágenes representan, lo que la palabra “ascensión” significa, es la glorificación-exaltación del hombre Cristo Jesús hasta la vida misma de Dios.

He dicho: “del hombre Cristo Jesús”. Y tú, Iglesia cuerpo de Cristo, habrás entendido bien si en Cristo Jesús te has visto a ti misma exaltada, enaltecida, glorificada, ascendida a la vida de Dios, y te reconoces moradora con Cristo en el seno de la Trinidad Santa.

En el misterio de la Ascensión del Señor se nos deja conocer y celebrar la infinita belleza de nuestro propio destino.

Sabemos a dónde vamos. Y conocemos también el camino.

Nuestro destino es el Hijo glorificado; y nuestro camino es el Hijo enviado como evangelio a los pobres.

Nuestro destino es el cielo; y nuestro camino es Jesús, arrodillado a los pies de la humanidad para que todos puedan tener parte con él.

Nuestro destino es ser enaltecidos con Cristo; pero a condición de que bajemos con Cristo hasta hacernos como él siervos de todos.

No habrá enaltecimiento si no hay abajamiento. El cielo a donde vas es inseparable de los pobres a los que eres enviada.

Hoy, comulgando con Cristo, comulgas con tu destino y con tu camino.

Hoy, con Cristo, subes al cielo y eres enviada a los caminos de los hombres, a evangelizar a los pobres.

Déjate bendecir, Iglesia discípula del Señor, déjate bendecir por el que te precede y va a prepararte lugar en la casa que es Dios. Póstrate ante él y, con el corazón lleno de alegría, ve a recorrer los caminos donde te esperan los hambrientos de justicia, los que esperan el evangelio de la salvación.

En el camino de Jesús, hacia el destino que es Cristo Jesús, te guiará, Iglesia en misión, el Espíritu de tu Señor.

Feliz domingo.

P. D.: Hoy la humanidad ha traspasado la frontera de Dios: ¡Boza! ¡Boza! ¡Boza!

«Mi tiempo se ha cumplido»

«Mi tiempo se ha cumplido»: El Papa acepta la renuncia de Santiago Agrelo como arzobispo de Tánger

Mons. Agrelo, arzobispo de Tánger
Mons. Agrelo, arzobispo de Tánger

«Si en el cielo hubiere primeros y últimos puestos, estoy seguro de que todos allí me precederíais, pues habéis derrochado tanto amor con los pobres, que, considerada la pobreza del mío, ni siquiera seré digno de desataros las sandalias», dice a sus fieles en la despedida

El prelado gallego, conocido por su lucha por los derechos de los refugiados e inmigrantes, había rebasado en dos años la edad de jubilación

Francisco le concede la renuncia después del histórico viaje a Marruecos.

Casi dos años después de haber presentado su renuncia (cumple 77 años el próximo 20 de junio), el Papa ha aceptado la jubilación de Santiago Agrelo. El franciscano gallego deja de ser arzobispo de Tánger, en una decisión esperada, que se produce después del histórico viaje papal a Marruecos, en el que Agrelo fue figura destacada.

Por el momento, tal y como recoge el VIS, el Papa deja vacante la sede, a la espera del nombramiento del nuevo arzobispo, que se llevará a cabo en conversación con la procura de los franciscanos (quienes históricamente han llevado las riendas de la Iglesia de Tánger). Por el momento, será Cristobal López, el arzobispo de Tánger, quien administrará la sede.

«Mi tiempo se ha cumplido», narra, en una emocionante carta a la diócesis, el ya obispos emérito. «Quiero expresar obediencia y reverencia, gratitud y cariño al Papa Francisco, pues en todo momento de mi servicio en esta Iglesia me he sentido confortado por su palabra, por el ejemplo de su vida, por su amor a la Iglesia, por su solicitud con los emigrantes, por su amor a los pobres», apunta Agrelo.

Carta de amor a la diócesis

«Vuelvo rico del amor que Dios me tiene, amor del que ha sido sacramento real la caridad que vosotros habéis tenido conmigo, el amor con que habéis dulcificado mi camino durante estos años», añade el franciscano, quien ofrece una declaración de amor a la Iglesia de Tánger.

Si en el cielo hubiere primeros y últimos puestos,
estoy seguro de que todos allí me precederíais,
pues habéis derrochado tanto amor con los
pobres, que, considerada la pobreza del mío, ni
siquiera seré digno de desataros las sandalias.
Pero seré dichoso, inmensamente dichoso de
vuestra dicha, aunque sólo pudiere verla desde
lejos y desde abajo. Vosotros habéis hecho
posible el cumplimiento del compromiso de
servicio a la Iglesia y a los pobres que asumí
cuando acepté el nombramiento de obispo.

El prelado gallego es conocido por su lucha en favor de los derechos de refugiados e inmigrantes, y se ha pronunciado en numerosas ocasiones, en la línea de Francisco, contra las políticas anti-inmigración que se está imponiendo en Europa.

Monseñor Agrelo junto a migrantes africanos

Agrelo es uno de los mayores críticos de la instalación de concertinas en la valla de Meililla, y tampoco le duelen prendas en denunciar, proféticamente, la tantas veces errada línea de la cadena Cope en relación con el trato al extranjero.

Con la marcha de Agrelo -que aún no ha confirmado si seguirá en Tánger o regresará a Galicia-, y hasta el nombramiento de su sucesor, la Iglesia de Marruecos queda al mando de otro español, el arzobispo de Rabat, el salesiano Cristóbal López, al que el Papa ha nombrado administrador apostólico.

Nada más conocerse la decisión papal, el propio Agrelo ha enviado un escrito a su diócesis, ya firmando como obispo emérito. Es el siguiente:

Seré inmensamente dichoso de vuestra dicha

A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger: Paz y bien.

Hermanos míos muy queridos:
Mi tiempo se ha cumplido.
Para vuestro pastor ha llegado la hora del regreso a la quietud de la vida conventual. Para vosotros llegará otro pastor, llamado a guiar –lo hará con sabiduría y amor- esta Iglesia humilde y hermosa.
En esta carta quiero dejaros algo así como una memoria personal, una mirada afectuosa al camino que he tenido la dicha y el privilegio de recorrer con vosotros, un pequeño mundo de palabras que os ayuden a guardar en el corazón un recuerdo amable de este hermano menor que fue vuestro obispo durante casi doce años.
Una travesura de niño fue la ocasión de la que se sirvió el Señor para llevarme al Seminario –nosotros lo llamamos Colegio Seráfico- de la Provincia Franciscana de Santiago. Allí los hermanos me enseñaron todo lo que sé, también a buscar al Señor, a amarle; me enseñaron a amar a los pobres, amar a la Iglesia.
Luego, en el Pontificio Instituto Litúrgico San Anselmo, de Roma, aprendí veneración por la Palabra de Dios.
El Señor se ocupó siempre de mí, como se ocupa de un niño pequeño una madre cariñosa.
Cuando el Papa Benedicto me llamó a este ministerio en Tánger, lo acepté confiadamente. Lo acepté con una súplica en el corazón al Dios de mi vida: ayúdame, Señor, a amar a tu Iglesia con el amor con que tú la amas, ayúdame a servirte en los pobres, ayúdame a ser fiel a tu santa voluntad.
En aquel momento me sentí como el patriarca Abrahán, que en la ancianidad había sido llamado a dejar casa y patria, y a ponerse en camino, llevando como único tesoro en el corazón las palabras de la promesa divina. Me sentí como Sara, visitada a la puerta de su tienda por un ángel con un anuncio de hijos, que siempre son para una madre gozos y trabajos. Me sentí turbado y confiado, gozoso y esperanzado, dispuesto a caminar y a cuidar hijos para el Señor. Me sentí profundamente agradecido al Señor, a la Iglesia, al Papa, a quien prometí obediencia y reverencia, y a quien pedí que me ayudase a vivir y morir como hijo en la santa Iglesia.
Ahora, como obispo ya emérito y como Hermano Menor, quiero expresar obediencia y reverencia, gratitud y cariño al Papa Francisco, pues en todo momento de mi servicio en esta Iglesia, como si hubiese sido a él a quien pedí ayuda, me he sentido confortado por su palabra, por el ejemplo de su vida, por su amor a la Iglesia, por su solicitud con los emigrantes, por su amor a los pobres.
Hermanos míos muy queridos: Terminado mi servicio como obispo de esta Iglesia, vuelvo gozoso a la obediencia de mis superiores religiosos, vuelvo rico del amor que Dios me tiene, amor del que ha sido sacramento real la caridad que vosotros habéis tenido conmigo, el amor con que habéis dulcificado mi camino durante estos años.
Si en el cielo hubiere primeros y últimos puestos, estoy seguro de que todos allí me precederíais, pues habéis derrochado tanto amor con los pobres, que, considerada la pobreza del mío, ni siquiera seré digno de desataros las sandalias. Pero seré dichoso, inmensamente dichoso de vuestra dicha, aunque sólo pudiere verla desde lejos y desde abajo.
Vosotros habéis hecho posible el cumplimiento del compromiso de servicio a la Iglesia y a los pobres que asumí cuando acepté el nombramiento de obispo.
Por mi parte, a lo largo de estos años he compartido con vosotros lo que he vivido en la fe, y os he comunicado, sin guardarme nada –el menos eso he intentado-, cuanto he recibido del Señor.
A él y a vosotros pido perdón por la atención que no os haya prestado, por cuanto haya perdido de lo que el Señor quiso que os diese, por cuanto no haya sabido amaros.
Con vosotros, con los pobres, con la Iglesia, resonarán en mi corazón las palabras del cántico de Nuestra Madre la Virgen María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. En verdad, él se ha fijado en su Iglesia, en los pobres y en mí para bendecirnos como jamás hubiese podido soñar.
Vosotros habéis sido bendición de Dios sobre mi vida, sois mi alegría y mi corona, y con Cristo os llevo guardados para siempre en el corazón.
El Papa Francisco ha encomendado a mi hermano Cristóbal López, arzobispo de Rabat, la administración apostólica de la archidiócesis de Tánger, hasta que la Santa Sede pueda nombrar a mi sucesor. Estoy seguro de que, lo mismo a él que a mi sucesor, los acogeréis como me habéis acogido a mí, con la misma familiaridad, con la misma confianza, con el mismo respeto, con el mismo cariño.
En esta carta, de agradecimiento más que de despedida, entran también con todo derecho el pueblo marroquí y las autoridades de este país que me han acogido durante estos doce años, me han tratado siempre con respeto, con cordialidad, con familiaridad, y me han permitido sentirme uno más en esta tierra bendecida por Dios.
El Señor os bendiga, hermanos míos muy queridos: El Señor os guarde en su paz, os colme de esperanza y de alegría, os llene de su Espíritu, os mantenga siempre unidos, y a todos nos reúna un día en su casa del cielo.

Tánger, 24 de mayo de 2019
Fr. Santiago Agrelo
Obispo emérito

El arzobispo Agrelo

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